miércoles, 15 de abril de 2009

Creo que todos albergamos en el corazón a una Chichina a la que nuestro adiós (o el suyo) nos laceró con su gélido restañar de mañana de inicipiente invierno. La mía es anónima, vano fantasma de niebla y luz, diría Bécquer, intangible, inmaterial, aunque no menos verdadera que la del Che.La feliz conjetura de sus lágrimas me es ajena; intuyo solo un ánfora, quizas la sangre vertida en remotos imperios y en remotos ocasos.
El homenaje es doble; la pericia, me temo escasa. Sin embargo, queda como consuelo el instante de la crisálida, de la palabra erigida en horas de cerrazón y letargo. Esa impronta, acaso, constituye y establece el vasto recorrido de los consignados versos , un poema que en labios del Che sería la épica de una Latinoamérica herida, el excelso epílogo de un trozo de dos vidas que se juntaron en un momento, con identidad de aspiraciones y proyectos y un amor inclaudicable por la ruta. En mi derecha mano, en cambio, sólo vocifera los ecos de una imago, el sórdido retazo del libre albredío y de la cara mojada en un estero alucinatorio.

A Chichina


Solo avizoro un mar remoto en huida plena,
las promesas postreras, tus labios en los míos,
el hálito compartido, sereno, absorto,
y ahora sé que eran el preludio de la pena,
filtrada por la alucinación de la voz y sus bríos.
No cambio nada, ni el extenuado pasaje
por el desierto de Atacama, ni la tertulia improvisada
con los trashumantes mineros,
que secretamente presagiaron
el sendero diverso.

Y, sin embargo, en el Machu Pichu,
en el revelador leprosario de San Pablo,
tu rostro me perseguía, incansable,
mientras mis manos desprendiendo versos
se perdían como naufrago sin faro
en la búsqueda del vocablo impreciso .
¡Si te rozara apenas mi llanto escondido!
Te odio y te amo con el fulgor
de la aurora no exonerada,
y sus dagas me impregnan con dolor
los incesantes crujidos de tu voz,
aparecida y antedicha,
ahora vedada.

Recién en Caracas tus senos conjeturales
desaparecieron por siempre de mi memoria
hundidos en el lejano lupanar de la razón
que constituyen lejanos, infinitesimales arrabales.
Y son últimos.

Sucesivamente mi memoria evocó otras memorias,
fui tal vez otro hombre,
y Chichina perduró en la eternidad del anterior.
Fueron suyas las ínfimas cavilaciones, las escorias,
mi pulcro y sublime estertor,
las dubitativas concepciones del estudiante,
sus erróneas e infantiles ilusiones.

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