A Chichina
Solo avizoro un mar remoto en huida plena,
las promesas postreras, tus labios en los míos,
el hálito compartido, sereno, absorto,
y ahora sé que eran el preludio de la pena,
filtrada por la alucinación de la voz y sus bríos.
No cambio nada, ni el extenuado pasaje
por el desierto de Atacama, ni la tertulia improvisada
con los trashumantes mineros,
que secretamente presagiaron
el sendero diverso.
Y, sin embargo, en el Machu Pichu,
en el revelador leprosario de San Pablo,
tu rostro me perseguía, incansable,
mientras mis manos desprendiendo versos
se perdían como naufrago sin faro
en la búsqueda del vocablo impreciso .
¡Si te rozara apenas mi llanto escondido!
Te odio y te amo con el fulgor
de la aurora no exonerada,
y sus dagas me impregnan con dolor
los incesantes crujidos de tu voz,
aparecida y antedicha,
ahora vedada.
Recién en Caracas tus senos conjeturales
desaparecieron por siempre de mi memoria
hundidos en el lejano lupanar de la razón
que constituyen lejanos, infinitesimales arrabales.
Y son últimos.
Sucesivamente mi memoria evocó otras memorias,
fui tal vez otro hombre,
y Chichina perduró en la eternidad del anterior.
Fueron suyas las ínfimas cavilaciones, las escorias,
mi pulcro y sublime estertor,
las dubitativas concepciones del estudiante,
sus erróneas e infantiles ilusiones.
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