sábado, 17 de julio de 2010

Aunque no lo puedas ver jamás

Porque mis ojos
Son la memoria
de lo que tus ojos
jamás verán,
de lo perdido,
de lo que te robaron.

Yo les dicto la promesa
de mi mirada,
aunque no la veas,
y los beso
suavemente por las mañanas
en los sueños
breves,
pequeños,
inmortales.
No sé si lo sabes,
tal vez nunca lo sepas
en cada rincón
en cada esquirla
en cada ínfima y justa porción
de este universo desparejo
se corea tu nombre
se te busca
como a una orilla
antevista,
deseada
y en tu regazo
se disipa por un rato
la desesperación
el ahogo.
Se aquieta el tiempo,
se destierra
la traición
los desengaños,
las pequeñas deserciones
la corruptela.
Nosotros -los meros mortales-
caemos en la cuenta
de que no estamos solos
ni somos pobres
ni hemos quedado huérfanos.

No se si lo sabes,
(Y tal vez nunca lo sepas)
Que la noche
Y sus resquicios,
El beso de los amantes en el umbral,
Me susurran tu rostro,
En cada ínfima y justa porción
De este universo desparejo.
Porque mis ojos
Son la memoria
De lo que jamás veras,
De lo que se sustrae
A la rutina,
A la repetición
De lo que aun siendo igual,
Jornada tras jornada,
no es igual.
Y nunca lo será.
Porque cada cosa
Vista por tus ojos memoriosos
Que beso cada mañana
(aunque no lo sepas)
Quedaba inmortalizada,
Y el tiempo mereció detenerse
En tí,
En esa estupefacción,
En la brisa que ondeaba
El caoba,
Y así lo puramente invisible
Por el vértigo
Por el rigor de los asuntos importantes
Se convertiría
En el mundo de quienes
Indagaron
El misterio de tu quietud,
Y así la herida
De cada instante perdido
Se cicatrizaría,
se subsanaría la injusticia
De perder aquellos
Pocos y contados
momentos perfectos.

Porque mis ojos
son la memoria
de lo que tus ojos jamás verán,
de lo perdido,
de lo que te robaron.
y yo les dicto la promesa
de mi mirada,
aunque no la veas,
aunque no la puedas ver jamás.

P.A. y M.R.

Una espiga confinada entre vientos

A Franca Jarach, a los compañeros

Se presentía la humedad
de las paredes del pabellón,
El humo de los cuartos contiguos
El bramido mudo de la picana
La bota sobre la cara y las costillas.

Imaginaba, sin ver, las circunstancias
Que configurarían mi muerte
Y anulaba toda posibilidad, ¡cierto!
Y trataba de figurar cada muerte,
Cada una mas tremebunda que la anterior,
Mas brutal.

Mi nombre no pronunciado por tu boca,
la memoria desfigurada por la ausencia
los días sucesivos que pasan,
indistintos,
como una espiga confinada entre vientos

Era como ese olvido que es fuego
en la conciencia inerte,
tan mortal,
tan corriente,
infinitesimal,
pequeño,
una esquirla en el mundo
que sufre y se desangra en plegarias,
en promesas.
Un mundo, al cabo,
Un mundo dentro del mundo.
Un pantano en que el cuerpo discurre
Para nunca alcanzar el fondo.

Se presentían los golpes,
El jirón de mi piel embadurnado en sangre y uña,
Las visiones del jardín,
El ciruelo rosado bajo el cual el poeta Fuad
se suicidó,
El aliento del carcelero,
La conjetural miseria de sus ojos,
Su desprecio.

¿Habrá un fragmento vivo de la memoria
que me ampare?
Solo sé que no sé lo que digo.
Si son espejismos,
Musgos en un mar desierto,
Si algún ademán tuyo
me refiere de un modo misterioso
Si no fue en vano
La madrugada,
El destello de los arrabales últimos,
La soga en la garganta,
El rumor de nieve de los fusiles.

La puerta se abre,
Los barrotes crujen,
Solo se que no se
Mas que lo que pienso
En las tinieblas,
En el mundo impasible
Que me han construido,
Acotado en la mas absoluta mezquindad periférica.
Algo (o alguien) se me acerca
Pero solo puedo dolerme de la otra herida
mas prolongada
mas real, acaso,
un mundo, al cabo
un mundo dentro del mundo
infinitesimal
pequeño
donde ella era el núcleo y la periferia
donde no existía el rigor del carcelero
ni el humo de los cuartos contiguos
ni el mudo bramido de la picana
ni la bota sobre la cara y las costillas.
Donde no se presentía la humedad del pabellón
Rechinando en sus resquicios
La eternidad

Y antes de cerrar los ojos
Cansado,
Lánguido,
Con el pecho estrujado,
Sanguinolento
Me pregunto:
¿Cómo será el rostro
del hombre o la mujer
que frente a uno y otro
me haga justicia?

P.A.

viernes, 16 de julio de 2010

Cortometraje del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales

Líneas de teléfonos.
Director: Marcelo Brigante







La igualdad como promesa y punto de partida.





Al fin se logró. Me permito, entonces, una confesión por más que aborrezco el declive y la incomodidad que generan las confesiones; por más que me desagrade ese género, esa variante desmedida del coloquio. No obstante, me lo permito. Las imágenes tras la sanción de la ley me llevaron a otras, en particular la alegría de Osvaldo Bazan: creí reconocer en aquella, la otra, la de la ley de medios también a las puertas del Senado. La victoria que significó la sanción de la ley de matrimonios homosexuales el jueves a la madrugada dejaba translucir esa algarabía tan propia que siente el plebeyo con su cuchillo de palo, batallando contra los tanques impiadosos de las corporaciones. En aquella oportunidad (y se mantiene en el tiempo frente a los conglomerados mediáticos) la sensación de abrir una brecha definitiva en la batalla frente a los poderes tradicionales de una sociedad; el caso del matrimonio igualitario admite un sabor mas añejo de un poder residual cuyo terreno ha sido horadado hace tiempo y solo falta la declaración oficial. Allí en ese corporativismo cerrado esta el enemigo como en el corporativismo mediático aun afilando sus garras, aun complotando frente a los avances antimonopólicos. Y se me ocurrió una objeción graciosa propia de nuestra lamentable izquierda: si tantos heterosexuales dudamos de la eficacia del matrimonio ¿Qué sentido tendría esta reivindicación de derechos? (este estilo es de Fogwill en Clarín el último domingo; como ironía está bien, como opinión es risible). Jauretche se opondría, con infinita elegancia, objetando: primero emparejemos después hablamos…

El reclamo por el matrimonio igualitario sostuvo su poder en lo simbólico; no deja de ser evidente que en lo específico, y me abstraigo a lo particular de estos últimos días, representa una victoria innegable frente a las corporaciones. Nadie puede creer que, salvo algunas excepciones y ellas estaban por fuera mayoritariamente del sistema parlamentario, se crea las argucias alegadas en algunos casos extremos como forma de oposición (mas allá del coloniaje mental y religioso de algunos energúmenos) sino que responden al dilema de defender la integridad corporativa tradicional eclesiástica cuya defunción es ya lejana en el tiempo, pero cuya estela residual aun se niega a reconocer su anacrónica derrota. Lo del jueves a la madrugada fue un indicio de la debacle pasada. La corporación de los prelados no tiene nada que ver con la fe en dios; el derecho positivo nada tiene que ver con las reglas internas de la corporación eclesiástica. La necesidad de reglamentar la conciencia solo pude obedecer a una necesidad de poder por fuera de cierta convicción en materia de fe. Como un gesto totalitario de inmiscuirse hasta en el gesto mas privado del ser humano.

Todo el debate previo sirvió, y no es poco, para develar quién es quién. Aquellos rostros bestiales recubiertos por máscaras de antaño. Por fortuna una modalidad inaugurada tras la Resolución 125 y que se mantiene en el tiempo. Los contenidos, sin embargo, no revelaron mayor cosa, salvo para avispar a las conciencias más adormiladas e ingenuas. ¿Queda alguna duda respecto de que el valor que nos constituye tiene como condición indispensable la propensión a incluir? ¿Queda alguna duda que el propósito de la sexualidad no es la procreación sino el descubrir en el fondo la caricia, lo afectivo, el amor? ¿Que sin ello no es nada o es menos que nada? Como en la ley de medios, lo que deriva de todo esto es arduo; emparejar nunca ha sido sencillo. Las expectativas, ergo el punto de partida, están ahora impresas en la realidad, en la memoria de nuestras retinas y son puntos de inflexión de indudable eficacia. El camino venidero se vislumbra mucho más sencillo.






Carta de Valerie:

No sé quien eres. Por favor, créeme.

No tengo manera de convencerte de que esto no es otro de sus trucos, pero me da igual. Yo soy yo, y no sé quien eres, pero te amo. Tengo un lápiz, uno pequeño que no encontraron. Soy una mujer. Lo escondí dentro de mí. Quizá no podré volver a escribir, así que esto será una carta larga sobre mi vida. Es la única autobiografía que escribiré. Y , oh, dios mío, la escribo sobre papel higiénico.

Nací en Notttingham en 1957, y llovía mucho. Pasé mis exámenes e ingresé en el instituto de secundaria. Quería ser actriz. Conocí a mi primera novia en clase. Se llamaba Sara. Tenía catorce años y yo quince, pero ambas estábamos en la clase de la srta Wilson. Sus muñecas eran hermosas. En clase de biología yo me quedé mirando el feto de conejo en formol mientras escuchaba al Sr. Hird, que decía que aquello era una fase adolescente que superaba todo el mundo. Sara si.
Yo no.

En 1976 dejé de fingir y llevé a casa, para conocer a mis padres, a una chica que se llamaba Cristine. Una semana después me marché a Londres, a estudiar teatro. Mi madre dijo que le rompí el corazón, pero mi integridad era lo más importante. ¿Es eso tan egoísta? Se vende muy barata, pero es cuanto nos queda en este lugar. El último resquicio de nosotros, pero dentro de ese resquicio, somos libres.

Londres. Fui feliz en Londres.

En 1981 interpreté a Dandini en Cenicienta. Mi primer trabajo profesional. Ese mundo es extraño y frenético, con multitudes invisibles detrás de los focos ardientes y un glamour agotador. Era excitante y solitario. Por la noche iba a algunos de los clubes habituales, pero no me sentía cómoda y me costaba relacionarme. Había tanta gente que sólo quería vivir alegremente. Era su vida y su ambición, y yo quería mucho más que eso.
Mi carrera progresó. Obtuve pequeños papeles en el cine, luego papeles más importante. En 1986 protagonicé Las Llanuras de Sal. Ganó muchos premios pero no fue un éxito de público.
Conocí a Ruth en esa película.

Nos queríamos.

Vivíamos juntas. El día de San Valentín ella me enviaba rosas y, dios mío, teníamos algo tan grande... esos tres años fueron los mejores años de mi vida.

En 1988 estalló la Guerra. Y después de eso, no hubo más rosas...
Para nadie.

En 1992, después de la toma de poder, empezaron a detener a los homosexuales. Se llevaron a Ruth cuando salió a buscar comida. ¿Por qué nos tienen tanto miedo?
La quemaron con cigarrillos e hicieron que les diera mi nombre. Firmó una declaración donde decía que yo la seduje.
No la culpé. Dios, la amaba. No la culpé.
Pero ella sí. Se mató en su celda. No pudo vivir con el peso de habarme traicionado, de haber renunciado a ese último resquicio.

Vinieron a por mí. Me dijeron que todas mis películas serían quemadas. Me afeitaron el pelo en un inodoro y me contaron chistes de lesbianas. Me trajeron aquí y me drogaron. Ya no puedo sentir la lengua. No puedo hablar. La otra lesbiana de aquí, Rita, murió hace dos semanas. Imagino que yo también moriré pronto. Es extraño que mi vida termine en un lugar tan terrible, pero durante tres años recibí rosas y no me disculpé ante nadie.

Moriré aquí. Perecerá hasta el último resquicio de mi ser.
Excepto uno.
Uno solo.

Es pequeño y frágil y es la única cosa que vale tener en este mundo. Nunca debemos venderla ni regalarla. Nunca debemos dejar que nos la quiten.

No sé quién eres, ni si eres hombre o mujer. Quizá nunca pueda verte. Nunca pueda abrazarte ni llorar ni beber contigo. Pero te amo.
Espero que puedas escapar. Espero que el mundo gire y las cosas mejoren y que la gente vuelva a tener rosas.
Ojalá pudiera besarte.

Valerie.
X

jueves, 8 de julio de 2010

Destacado de medios

¿Qué agregar a lo que escribe Ricardo...

Página 12, Miercoles 6 de Julio de 2010


Maradona y nosotros


Por Ricardo Forster *

Pasó, para los argentinos, el Mundial, se acabó, por ahora, la ilusión de la redención maradoniana. Duró, el sueño, hasta el fatídico sábado gracias a algunas pinceladas dejadas al correr de los partidos y por la electricidad que recorrió la pasión futbolera de un país que ha sabido de triunfos colosales, de goles inolvidables y de frustraciones memorables que dejaron sus marcas bien adentro de la memoria y de la sensibilidad. Los sueños compartidos, siempre, se entrelazan con las huellas de lo vivido, son la manifestación de una extraña alquimia de ilusiones y de realidades. Su potencia tiene que ver con esos orígenes y con esos trazos dejados en la memoria colectiva por otras circunstancias. Por eso también su desvanecimiento produce un efecto devastador, nos deja con el alma en los pies y con la frustración a cuestas sabiendo que la revancha es un consuelo que queda demasiado lejos. Pero que, de eso también algo sabemos, suele regresar cuando menos la esperamos y nos devuelve la alegría perdida en medio de la derrota actual. Nuestro fútbol, como nuestra historia, está atravesado por esos momentos en los que la felicidad y el dolor han dejado marcas imborrables.

Una pasión que conmueve la vida cotidiana, que altera los ánimos y le da forma, muchas veces, al carácter nacional no puede ser la expresión de lo rutinario ni asumir la forma burocrática de quienes no sienten hasta el fondo de sus almas la significación de un deporte que es más que un juego, mucho más que un entretenimiento o que la retórica del fair play; que pone en evidencia lo visceral y lo emotivo, lo racional y lo imaginativo y que se entrelaza con recuerdos y biografías de cada uno de nosotros. Porque, pese a algunos periodistas que se ofrecen como sesudos analistas de la derrota, que siempre es ajena, a muchos de nosotros el 4 a 0 contra Alemania nos atraviesa el cuerpo y los sentimientos, nos hace retrotraernos a lo más recóndito de nuestra memoria futbolística y nos pone delante de una historia maravillosa allí, incluso, donde la frustración, la cachetada destemplada, el golpe de nocaut, la humillación de resultados calamitosos, se conjuga con gambetas inigualables, tacos para la historia y triunfos espléndidos de esos que muy pocos en el mundo pueden ofrecer como propios. Las derrotas también dejan sus marcas y asumen la forma del mito, están allí para recordarnos lo que solemos olvidar de nosotros mismos. Son parte de lo que somos y de lo que podremos ser si no las olvidamos ni dejamos de aprender de sus enseñanzas. Los ojos abiertos por el dolor suelen mirar más intensamente que los que nunca lo conocieron. Y también por eso las victorias, como las alegrías, se disfrutan mucho más. El técnico, único e irreemplazable, de nuestra Selección sabe algo de todo esto. Lo sabe porque lo vivió en carne propia. Y todo eso lleva el nombre de Maradona. El, como ninguno, representa las alturas más gloriosas de nuestro fútbol-poesía, ha sido el nombre de lo más entrañable que habita la saga de nuestro fútbol porque no sólo él fue el creador de un gol eterno, el pibe de los cebollitas que como un mago salido de un circo universal maravillaba con el jueguito interminable que le permitía hacer cualquier cosa con su máximo objeto de devoción que fue y es una pelota de fútbol. Maradona es Villa Fiorito, los picados del pobrerío, la palabra rea, esa que nos ha dejado sentencias únicas, aquel que la rompió en la vieja cancha de La Paternal, que se convirtió, para todo el pueblo napolitano, en un semidios, aquel que redimió a los pobres del sur italiano contra los siempre triunfadores habitantes del norte; fue el de las lágrimas de bronca en la final del ’90, el de los tobillos reventados dando su último esfuerzo, el amado por los humildes y el odiado por los dueños del negocio. También fue el de la caída, el de una vida privada saqueada por la brutalidad amarillista de los medios de comunicación, el de una adicción que le robaba su palabra y le ofrecía el rostro espantoso de la desolación. Fue eso y mucho más. El triunfo deparado a los olímpicos, a los elegidos de los dioses y el que pagó el precio terrible de ser quien fue y quien es. Maradona lleva a cuestas el peso de ser Maradona y, eso creo, lo hace con una dignidad que muy pocos tienen; lo hace con la integridad de los que han conocido el cielo y el infierno, las máximas alturas del éxito y de los elogios rutilantes y su contracara, la caída en abismo, la soledad, la venganza de los mediocres que nunca han dejado de maltratar a Maradona en sus momentos de inquietante debilidad o en circunstancias signadas por la derrota, la futbolera y, peor todavía, la de la vida. Maradona ha sido el del milagro que le permitió reconstruirse, ese mismo que desmintió a los agoreros que se solazaban con su derrumbe. En él, en su travesía extrema y extraordinaria por una cancha de fútbol y por el laberinto de la vida, metabolizó lo impensado de quien ha sabido revertir sus propias ausencias. Hay algo de todos nosotros en el zigzagueo maradoniano, algo de ese juego con los extremos que ha venido marcando la vida argentina desde siempre. Una gramática del exceso, un fervor por el que se paga un altísimo precio cuando llega la hora de la derrota, pero que nos ha permitido disfrutar con una intensidad única cuando llegaron los días del júbilo. Arrepentirse de esa trama profunda que nos constituye me resulta algo vacuo, insustancial e indeseable. Somos, qué duda cabe, la ilusión y la frustración, el empeño por hacernos cargo de lo mejor de una historia pigmentada por sueños a veces

inalcanzables y la imperiosa necesidad

de hacernos cargo de nuestras imposibilidades.

Algo de lo extremo, de eso que siempre acompañó a Diego, parece dar cuenta de nuestras vicisitudes, como si no nos convinieran el equilibrio ni el consenso. Todo o nada. El itinerario de Maradona se entrelaza con el del país, juega en espejo y nos muestra imágenes de nosotros mismos. Sus éxitos y sus derrotas no parecen ser muy distintas a las que nos acompañaron a lo largo de la historia. Supimos de momentos espléndidos, de mundos populares alcanzando cotas de equidad, que dejaron sus huellas en lo más profundo de la memoria colectiva (y el Maradona de los suburbios populares, el amasado en los potreros del pobrerío, el del lenguaje reo, el que siempre estuvo más cerca de Garrincha que de Pelé representa una parte no menor de esa memoria de un pasado mejor); supimos, también, de descensos al infierno, de horrores dictatoriales y de masivas destrucciones de nuestros sueños en distintas circunstancias de nuestra travesía como nación. Conocimos la esperanza y supimos del desencanto, tocamos los resortes más íntimos de la ilusión y nos descubrimos en medio de la pesadilla. Como país tuvimos, y tenemos, algo maradoniano, imposible, loco, entrañable, inesperado que no sabe de puertos intermedios, de maquinarias que siempre funcionan de la misma manera. Conocimos la improvisación genial y el desastre de la improvisación. Jugamos en equipo y nos embelesamos ante la aparición del genio que, él solo, resolvía partidos. Tal vez nuestro problema radique en no lograr que se crucen más y mejor ambos caminos. Tal vez ése fue el error de Maradona en este Mundial: imaginar que Messi era como él, que los mitos se repiten y que las epopeyas están a la vuelta de la esquina. A Messi, como a la historia argentina, le pesa la sombra del mito, el recuerdo de lo maravilloso perdido que, sin embargo, sigue insistiendo. Todos, sabiéndonos portadores de una vana ilusión, soñábamos el sábado en medio de lo que parecía un desastre, con la jugada maradoniana hecha por Messi, con esa gambeta increíble reproducida 24 años después. Claro, descubrimos que los acontecimientos inolvidables son únicos y no se repiten o, al menos, no cuando los esperamos.

Messi no es Maradona, no puede serlo. Su vida, el itinerario que lo llevó, siendo un chico, desde su Rosario natal hacia Barcelona no tiene nada que ver con los pasos seguidos por Diego. En Maradona hay todavía un resto de otro país, la saga mutilada de viejas historias populares, el camino desde la pobreza hacia la cumbre, la fidelidad a los orígenes que siempre se denuncia en sus momentos de arrebato, allí donde suele cincelar frases filosas y memorables como aquella que para siempre nos recordó “que la pelota no se mancha”. Messi, que es un buen chico, humilde pese a ser quien es, tiene más que ver con el futbol espectáculo, con Europa, con las canchas armónicas y prolijas, de esas que parecen mesas de billar y que nada tienen que ver con las nuestras (muchas veces impresentables y salpicadas por la violencia y lo delincuencial, pero también portadoras de la memoria del potrero). Y sin embargo Messi, de un modo notable, guarda en sus genes aquello mismo que hizo posible un Maradona. Quizás, como en una antigua tragedia griega, su hora sólo podrá llegar cuando la sombra del otro dios le deje ocupar su propio lugar bajo el sol. ¿Será dentro de cuatro años?

* Doctor en Filosofía, profesor de la UBA.


Tempus fugit: el cine y sus instantes

El 17 de junio de 2009 asistimos en el Teatro Gran Rex a un evento indeleble para la memoria : la presentación de Roberto Benignni recitando la voz inmortal del Dante. Cada suceso de nuestra vida suele conformar un relato; la voluntad, luego, moldea la materia del recuerdo y la combina con trazos ficticios, con deseos en restropectiva, con la sutil esencia de la conjetura que casi siempre nos dicta lo que no fue y la mejora segun la astucia de cada cual. La derivación de ese prodigio es esta nota, imperfecta, repleta de errores, pero que sintetiza la inquietud de los interminables días anteriores a esa noche.





El tigre y la nieve (2004)


“A ochenta kilómetros de aquí nacieron nuestros idiomas.” “Hace dos mil años los habitantes de este suelo crearon la Torre de Babel para estar mas cerca de Dios; desde entonces pareciera que nadie se entiende”.

P.A.


La intuición de los ojos y las cejas arqueadas; las pupilas, absortas, por las ramas de un árbol que anacrónicamente traen el recuerdo de la esposa de Ling, quien se suicidó colgándose con su bufanda bajo el ciruelo rosado. Allí la pinto Wang Fo vestida de hada. Presagio de muerte. Y el reverberar de una última luz, permite distinguir los flecos deshilachados que se enlazaban, en la brisa, con los cabellos y remontaban hacia el poniente ¿Habría chances de seguir en pie entre escombros? ¿A qué costo? ¿Puede uno sobrevivir a su pueblo? ¿Debe hacerlo?
Todo en el neorrealismo italiano de Benigni sugiere que sí. En la vida es bella, por ejemplo. La vida alumbra entre los huecos de una noche y registra el amanecer y la sombra nueva de un tiempo que subyace en las cenizas del anterior. En Benigni, en su Atilio y en Josué, el niño de La vida es bella, este registro permite encauzar el foco en la conducta genérica y dispersa de los caracteres que afloran.



Atilio es un niño cuando sueña, incluso burlándose de Freud y del obsecuente académico freudiano Ermanno, y despabila el rechazo de Victoria invirtiendo la carga del rechazo. Son fórmulas pueriles si se quiere, inocentes, en un mundo donde la visión estética de Roberto recorta la pulsión macabra y abyecta que se esconde tras esos rasgos que se presentan estereotipados. No es, sin embargo, la profusión de aquellos lo que importa, o descolla, sino la sospecha de que ese confín tan particular del horror sea avistado desde los ojos del niño que Benigni aun es. Y esas pupilas parecen inflamarse en las nuestras cuando (re)descubrimos esa perspectiva que suponíamos olvidada.
En la escena del encuentro posterior a la intimidad frustrada entre Victoria y Atilio, él repite la frase que anafóricamente actuará a lo largo del filme (réplica a su vez del recurso en La vida es bella donde el Bonggiorno Principesca se funde con el hecho casual para una de las partes, por desconocimiento de las causas predeterminadas que lo configuran en el fortuito azar) ¡Ma, que combinazionne! Acto seguido a lo cual, Victoria escapa subiéndose a su auto y abandonando la entrada de su casa. Di Giovanni, entre caprichoso y petulante, le grita “Entiendo, entiendo… esto se acabó, no me veras mas. Adiós para siempre”. Y el siempre es, en verdad, el semáforo a pocas cuadras donde con el auto detenido, Victoria ve por el retrovisor a Atilio que insiste en terminar la conversación, a lo cual ella acelera y lo deja en mitad de la calle repitiendo su nombre. Persiste la mirada aniñada e inocente ante un conflicto anterior al relato del filme en el que por razón del mismo enfoque no se ahonda. El niño se equivocó y busca arreglarlo. Pero en última instancia no es tan importante esta variante utópica e intrascendente como si la constituyen las acciones que motivan en Di Giovanni. La acción de la supervivencia, la de la esperanza, la del amor hacia el otro sin esperar demasiado a cambio. Mucho mas acertado entonces es decir que la mirada de Benigni es la del Quijote mas que la del mancebo no desengañado aun. Dato no menor si se considera que la niñez se extingue por tiempo y materia pero lo quijotesco no.

Decía el viaje dantesco desde el infierno al purgatorio lo que a estas alturas no resulta una entelequia sino una prueba de la espléndida jornada del 17 de junio del año pasado en el Teatro Gran Rex. Sobre todo el pasaje no es anecdótico, sino sustancial del gesto quijotesco de Atilio. Se repite de escena en escena: cuando no hay medicamentos, ni insumos básicos en el hospital de Bagdad, cuando la severidad del edema requiere de la provisión de glicerina, cuando inquiere al bueno de Al Jumeni. Algo, no obstante, nos prueba esta afirmación: el recitado taxonómico de las cosas que para Atilio perderían sentido si Victoria muriese. Ese Atilio, ese Benigni, ya no es un niño, ni el quijote, sino el hombre desesperado que tiene, ciertamente, mas de quijote que de inmaduro y cuya insistencia se inclina por la lumbre del pulso vital. Es quizás, junto a la que referiremos luego, la única puesta desesperada de Roberto. Como cuando en La vida es bella el desasosiego encuentra su punto culmine con las cenizas que manan de los hornos o la visible desazón ante lo incomprensible que exhibe el rostro de Roberto ante el antiguo cliente, doctor de profesión, que se revela como nazi en el cautiverio del personaje y que se halla mas desasosegado por la resolución de un simple enigma de ingenio que por la masacre de judíos en los campos de exterminio.


La búsqueda de la supervivencia de Josué se cristaliza ahora (en El tigre y la nieve) en la supervivencia de Victoria. El itinerario es el mismo, el viaje también. El resultado, no. En la vida es bella, Roberto ofrece el encanto azaroso del mártir que, sin querer serlo, se sabe caminando sobre una frontera muy estrecha. Di Giovanni se sacrifica en el silencio. No confiesa a Victoria su heroica travesía como no lo hace a Josué inmediatamente. Pero tanto Victoria como Josué, a la larga, lo saben, salvo que a Di Giovanni le espera la promesa de una recompensa en vida. Claramente ubica un cierto atractivo las diferencias en la culminación de ambos. Y aun mas si uno congela esa escena de estupefacción de Nicoletta Braschi (una actriz maravillosa que recita cuando enfocan sus ojos, que narra, ríe y se asombra con ellos y que siempre parece seguir la corriente de su interlocutor, urdiendo una maraña de complicaciones, de exquisitas complicaciones) de la mirada enjugando una lagrimas sutiles que no afloran y la sonrisa cuya misión complementa esa toma final.

Esa disposición de Benigni encuentra su reverso en El Tigre y la nieve en Fuad, autor de las frases transcriptas al principio. Fuad, el poeta árabe, se equipara sin saberlo al Discépolo de nuestras pampas. Es un hombre apesadumbrado por cierta soledad (y cierta traición) que no advierte esas orlas cósmicas que tanto maravillan a Di Giovanni. Cuando Di Giovanni le señala: “aun esta el paraíso, si nos portamos bien ahí iremos. Sé que cuando muera recordaré mi vida”; Fuad responde “no hay nada después de esto o menos que nada lo que sería mucho”. Esa amargura esencial tan propia de Swift y del querido Discepolín encuentra su espejo en Fuad. Pero el reflejo mas nítido es el de Enrique Santos porque Fuad es un hombre admirable (su soledad parece esbozarse en la frase “el tiempo no ha dejado nada que ilumine mis ojos, ni mi corazón”) cuyo pueblo se desgarra en la destrucción progresiva. Muy parecido a ese castillo de naipes para financistas y clases trabajadoras que fue la Argentina de los 30 del siglo pasado, la del fraude y el cambalache. Y aquí Fuad hace la pregunta, sin pronunciarla siquiera: ¿Puede uno sobrevivir a su pueblo? ¿Habrá chances de seguir en pie entre escombros? Y Fuad emite una respuesta.


La segunda escena desesperada, y tal vez la mas atribulada e infinitamente conmovedora, deviene tras el descubrimiento de Di Giovanni del cuerpo de Fuad, colgado de las ramas de un árbol, sin vida. Lo meritorio de esa escena mas que la sorpresa, que no es tal pues Benigni se contenta con crear las expectativas de ese final (la escena de la mezquita la mañana anterior donde Fuad ignora el llamado de Atilio, los ojos del poeta árabe posándose premonitoriamente en una de las ramas del árbol apostado en su jardín, su predica, su angustia), reside en el contraste que significa el suicidio de Fuad frente a la alegría por el despertar de Victoria del coma inducido por una explosión a la que estuvo expuesta por el solo hecho de transitar Bagdad en plena invasión de los Estados Unidos. La algarabía de ese dato en el filme choca con el amargo sabor que presagian la puerta y las ventanas abiertas en la casa de Fuad, las hojas volando por el viento y los libros que se abren y la visión del cuerpo de Fuad suspendido por la soga. La expresión de Benigni mientras repite Fuad…Fuad… ¿que has hecho? es de un desamparo mayor a la que pone ante Al Jumeni. El final aquí ya está escrito. El entorno exterior al que se enfrenta Di Giovanni (tiros, gritos de desgarro, sirenas, tanques y una música incidental con ribetes árabes y una cadencia minuciosa) de la casa de Fuad es la proyección de esa tormenta interna, y el aire cargado y feliz se enrarece, se vuelve incomprensible, atroz.



La variante de la contestación de Fuad es la variante de Roberto mas que la de Di Giovanni. Pareciera afincarse en la estupenda alocución que Roberto le esgrime a las cuatro horas de plazo de supervivencia que le da el doctor iraquí a Victoria. ¿Cuatro horas? - dice él- es mucho tiempo; hasta podemos tomarnos un café… esa insondable fe en la favorable conspiración universal remite, y bastante, a la contraposición de la perspectiva de Fuad cuya inspiración Discepoliana no se puede ignorar, aun sin existir, pero que parece una excusa del narrador para resaltar aun mas a Di Giovanni, sin dejar de exculpar y encomiar a Fuad. Porque al fin y la cabo es la mirada de infinito amor que le prodigamos a Enrique Santos sin compartir el talante de su voz, y desgarrándonos por dentro ante la derrota de no ser capaces de mostrarle la salida del desengaño y la traición; es el querer abrazarlo y darle una nueva esperanza ante la degradación, la muerte de un pueblo, y de una época. Aparece esa frustración por no haber podido salvar a ese ángel; frustración que nos recuerda fugazmente que el mundo al fin y al cabo resiste un sino perverso, al acecho. Frustración por no comprender del todo esa obstinación y esa renuncia que es una traición involuntaria pero dolorosa. Traición por dejarnos solos, huérfanos, a la vera de las injusticias. Traición por la que sin embargo no podemos condenar ni odiar al desertor.
Propia de la incertidumbre es la determinación inequívoca que juzgaría que las preguntas contestadas por Fuad tienen una univoca repuesta (sospecho que no y abrevo por cualquier opción). No importa demasiado. La contraposición entre Di Giovanni y Fuad, la redención de este ultimo, la travesía dantesca, su altruismo infinito, era lo que que quería destacar.

Una parte del filme justifica tamañas pretensiones. En los inicios Di Giovanni cuenta a sus dos hijas que lo impulsa a ser poeta: un pájaro que se posa en su hombro y su incapacidad para transmitir a su madre la emoción por aquel evento. “Pense que debían existir personas –dice- que usan las palabras de tal manera que hacen que el corazón de los demás lata como el de ellos.” Antes del final, cuando Di Giovanni simula regresar de un viaje cualquiera, sus hijas lo esperan con dos cardenales en una jaula como regalo. Un incidente (Di Giovanni absorto en la mirada extraña, inquisidora y, por otro lado, plena anticipadora del cariño de Nicoletta Braschi choca con un árbol, la jaula se abre y los pájaros escapan) permite que los dos cardenales después de un ligero vuelo, se posen en el hombro de Victoria, tal como le sucedió a Di Giovanni de pequeño, lo que lo exalta (una vez mas las pequeñas señales que operan en favor del amor, de la coincidencia entre los amantes, de las cuales La vida es bella adolece sin cesar en la primera parte) permitiéndole apuntar, para subrayar el azar, “cantan y vuelan”.


Los ecos lejanos, acaso anacrónicos, de un escritor del siglo XX, en Buenos Aires, (querido negro) son el cierre de ese detalle, de esa combinación. Alejandro Dolina escribió: el universo esta hecho de ausencias. Nadie esta en casi ninguna parte. Por suerte hay una buena noticia: el amor.

Así sea.


martes, 6 de julio de 2010

La Causa Nobel


Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo, oralmente. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote el terror. Haga circular esta información.

De la dignidad del vencido



P.A. (Con colaboraciones varias e inmemoriales)

"Hay una dignidad del vencido
que el vencedor nunca conocerá"


Se dice que el duelo dura unos seis meses ¡Los racionalistas de los sentimientos lo afirman! Sin embargo no importa demasiado. Los duelos son intermitentes, cíclicos. Empiezan y acaban. A veces encontramos refugio; otras el espíritu parece naufragar en un mar sin orillas. A veces nos encomendamos a la Madre de Cártago y, en ese acto, arrojamos los remos, haciendo retumbar sobre cielo el fragor de esa última plegaria o recordamos los instantes en que fuimos felices y los combinamos, acaso, en el manejo de una eternidad imposible.

Durante mi adolescencia solía interesarme meticulosamente por el fútbol. Mi memoria me ayudaba mucho a ello. La praxis, en cambio, siempre me jugó en contra. Nunca jugué demasiado bien pero el relato de de lo que supuestamente hacía en los potreros solía superar en mucho al dato real (prefiguraba quizá el amor por este oficio). No se trataba puntualmente de exageración sino de la construcción de un relato casi épico que me tenía como exclusivo protagonista de jugadas de cincel y marco. Eso en lo que a mí respecta.

Pero ¿Por qué indagar estos recuerdos? ¿A qué viene la acotación del duelo en esa evocación? La respuesta es tan sencilla que me da pudor. Acude el duelo porque recuperar ese recuerdo supone la traslación a lo actual de lo que no regresará jamás. La refutación del regreso. Aunque también es apuntar con la memoria las huellas de aquello que hemos vivido con el propósito de resucitarlo; ya se sabe que la única muerte verdadera es la del olvido. Se trata, y más concretamente, de iluminar ese rastro por un momento. Se trata de Maradona.

Diego tiene una virtud fascinante. Diego ilumina la vida de todo aquel al que toca, incluso desde el improperio. Mejora a todo y a todos. Algo de su voluntad, de su fuerza, se agrega al otro cuando él lo invoca. Cuando lo rescata del olvido. Lo hace, por ejemplo, con Pelé a quien convierte en su único contrincante por la categoría de mejor jugador en la historiografía del fútbol siendo lo ejecutado por Edson tan solo una sombra de lo que Diego hizo a lo largo de su esplendorosa carrera (y en la que no fue, según admite él en otro gesto maravilloso). Lo hace con Pasman, un mediocre periodista operador del canal América junto con Fantino quienes se sublevan ridículamente contra el tremebundo poder de la AFA y se prosternan hasta la indignidad ante Daniel Vila y el Grupo Uno. Verdaderos genuflexos del poder mediático que ahora busca ganar escalafones en la Asociación del Fútbol Argentino. Lo hace con el pueblo que lo recibió en Ezeiza. Lo hace con Messi. Lo hace con la AFA cuando anunció el Fútbol para Todos. Iluminó a esa selección que se consagró campeona en 1986 y a la mas módica de 1990. Iluminó la conciencia de quien escribe que, en otro tiempo, influida por la tradición y los mayores, no advirtió la perspicacia de Diego para intuir el germen de las injusticias y combatirlo. La iluminó para desear con toda su fuerza que Maradona ganará este mundial y en retrospectiva también el de 1994 y 1990. Pero esta cualidad no solo es de Diego sino de innumerables ciudadanos de este mundo, esparcidos y multiplicados, anónimos. Y en esto soy preciso: hay miles, millones, como Diego, con su valor, con su esplendor aunque sin la excesiva potenciación mediática (que Diego sobrelleva como pocos en esta tierra). Ya le decía el personaje de Jean Reno a su esposa en el film Todo por Rosana “Entras a una habitación y absorbes toda la luz”. Maradona hace eso y la esparce hacia los demás, el resto de los mortales. A este gris hombre que escribe.

En cuanto al tratamiento mediático de su figura (ni siquiera de su persona porque la persona de Diego es inexpugnable salvo por este atributo que ilumina incluso ese hermetismo) aun sin ser experto en la materia, cualquiera vislumbra el reduccionismo al que la someten constantemente. Tanto mas grotesco si uno considera que en cuestiones de fútbol es imposible arrogarse un pedestal por encima de Maradona. El gesto canallesco mediante el cual el periodista de deportes descalifica o cuestiona el trabajo de Maradona abusando de la fragmentación o la descontextualización de los pormenores circundantes, se vuelve infinitamente mas injurioso en el caso de Diego. Exímanme de argumentar por qué. Únicamente quiero anotar que la misma actitud miserable advertí durante los años en que Marcelo Bielsa fue director técnico del seleccionado. Lo cual parece una constante para quienes no se brindan incondicionalmente a la vertiente de intereses dominantes dentro de la cofradía futbolística (Miren América y notarán qué es lo que impulsa a sus periodistas deportivos a hacer revisionismo histórico de AFA sin mencionar las causas por las cuales los clubes, asociaciones civiles, están vaciados tras una década de políticas cortoplacistas y de especulación que hoy promueven sus directivos por lógica pragmática y práctica discursiva). La ceremonia en la cual se transfirieron los derechos de la televisación de los partidos de AFA de Torneos a la Televisión Pública será un hito en la recomposición progresiva de lo que en la actualidad ciertos grupos mediáticos creen descubrir en el vaciamiento y destrucción de los clubes que ellos con la privatización del espectáculo y las políticas económicas neoliberales, se encargaron de fundamentar y desplegar. Pero eso es harina de otro costal.

La figura de Diego se agigantó en ese gesto de apertura del negocio del fútbol. Se tornó inmensa cuando recibió a Estela de Carlotto en la concentración y la luz conjunta de Abuelas y Diego nos cegó, nos conmovió hasta las lágrimas, nos hizo recuperar la esperanza en los días venideros.
A propósito y, sugestivamente, el único medio que trató de ignorar esta luz fue la cabeza del Grupo Clarín, su matutino. No es casual. La miopía y la desesperación minando hasta el paroxismo su credibilidad, el poder de influir en la opinión pública, lo ha hecho caer en la oscuridad. Se encuentra sumido en una ceguera profunda, donde ni siquiera la magnánime luz de Diego llega. Allí solo hay tinieblas vistas con astigmatismo. Nada más.

Maradona, en cambio, nos sigue iluminando. Lo hace con estas líneas y con el insignificante hombre que las imprime en la pantalla. Lo hace con todo aquel que murmura su nombre o con todo aquel, mas afortunado aun, cuya esencia roza los labios de Diego. Entonces Diego habla. Y nos habla de futuro. Nos habla del presente. Nos habla de la dignidad de un pueblo. Consigue el milagro de apartarnos por un momento (con sentido de perpetuidad y de infinita esperanza) de la lúgubre convicción de que los únicos paraísos que existen son, al cabo, los paraísos.

Los acompasados ritmos de Llegaremos a tiempo lo dicen mejor que yo:



Si te caes, te levantas
si te arrimas, te espero
llegaremos a tiempo,
llegaremos a tiempo.

Mejor lento que parado
desabrocha el corazón
no permitas que te anuden
la imaginación
no te quedes aguardando
a que pinte la ocasión
que la vida son dos trazos
y un borrón.
Tengo miedo que se rompa
la esperanza
que la libertad
se quede sin alas
tengo miedo
que haya un día
sin mañana
tengo miedo
de que el miedo
eché un pulso y pueda mas
no te rindas
no te sientes a esperar.
Solo pueden contigo
si te acabas rindiendo,
si disparan por fuera,
y te matan por dentro,
llegarás cuando vayas
mas allá del intento.

Llegaremos a tiempo...

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