miércoles, 22 de abril de 2009




Antes de incrustrar el rostro en un nuevo fin de semana quería dilapidar estos últimos versos.
Leyéndolos hoy, me parecen un tanto extraños al hombre que los escribió. No lo sé. Un largo camino por la Digonal 80, una parada en la plaza San Martín y la vista de frente a la Catedral de esa bella ciudad del sur fundada por Dardo Rocha, levemente los inspiran.
Hacia los costados de la plaza tras unos senderos que terminaban en la unión entre el cesped y el suelo, apenas recostados podíamos ver ese mundo perplejo y vertiginoso del centro de una ciudad.

Recuerdo que nos vinieron a pedir cigarrillos. Yo fumaba a mas no poder. Veíamos luciérnagas tras un muro. Los mudos portales se volvían complices de los besos azarosos de una pareja que buscaba resguardo. La acera se resquebrajaba y los ojos de una adolescente brillaban como el neón. Las estrellas indiferentes nos contaban el drama de Imhotep, la breve historia de filtros y voluntades desencontradas, de la ofrenda que Imhotep les hizo con sangre. Quise decir algo que partiera el aire o incitara una elegía pero solo acerté una frase trivial, luego hice silencio. Quemaba la noche. Un tipo a mi lado dijo una frase o un poema de tres palabras. Lo miré de soslayo. Alguien me ofreció un último mate. El camino de regreso se hizo corto. Unos ojos centellantes y sumamente inquietos, algo reclamaban. La mañana congregó al universo y, al alba repetido de los días, una nueva promesa sumó.



Estoy harto de anticipar cada palabra
Al fragor de las noches cansadas
Envueltas en cenizas que cubren
El centro del mundo,
Y despedazan las risueñas letras de papel
Gráciles y sin sentido,
Ceñidas al borde de una mesa
Anclada al recóndito azar del living.
Mientras trenes húmedos rechinan,
Un grito de espanto que no cesa
Arde junto a letanías
De cielo amurallado.
Allí donde claudican un ciego de tripas destiladas
Por el hedor indigno de los fueyes,
De los purgatorios moribundos,
De ciertos valles descuidados
Por la sombra.

Estoy harto de los entreveros
Del lenguaje, de la silueta
Compulsa que perturba la noche,
Del sueño anónimo que me llega de pronto
Ante el paraíso ganado o desierto.
Y entre vigilias negligentes
Una furibunda caterva de seres errabundos
Custodian el pan sobre anaqueles,
El cáliz de los últimos santos
Al separarse de la iglesia prebisteriana.

Estoy harto,
ligera o terriblemente abatido,
De los inútiles codos dilapidando
El resto del espacio vacío
de tu cuerpo ausente
En medio de los días y las vedas,
Incrustado contra una pared de frío y tinieblas,
Hundido en placares polvorientos
Con Sombreros colgados, cruces de niquel,
Sin paz.
Con Rostros fantasmagóricos asediando
Los techos, la empalizada,
al aire furtivo que sacia la distancia
Sin distinguir mis versos de tantos ajenos
Y aun sabiendo que si musitaran algo notable
Los miraría con desdén impasible
los llenaría de olvido.
Estoy harto de los dilemas que se derrumban
Entre espinas de pasado,
Entre mustios e ingrávidos muñones
Congregados a lo largo de la calle,
De Los humeantes artesanos de moneda fácil
En los avatares de una ciudad subterránea,
Perpleja en medio de la nada
Y la corriente.
Estoy harto de no saber de herejías,
de los alados cubos que se precipitan
contra la acera rota y manchan mis sienes,
de las muletas arrumbadas en un cuarto celeste.
Estoy harto de no saber de ti
de tu universidad, de tu ciudad
de las miríadas de rostros cuya incógnita me desvela
de las esquinas entrecruzadas
de origen y destino incierto
que derivan en un páramo o en un ombú.
De la precipitaciones lejanas que rozan mi cuerpo y no el tuyo,
De estar solo y gritando
De los colores de la primavera
Envuelta en carmín.
Estoy harto de los placeres dolorosos
Mezquinos y vahos
de no saber de ti, ni de tu universidad
De ignorar los caminos que me llevan a tu regazo
Y anticipan el regreso.

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