viernes, 24 de abril de 2009

Una maravillosa, cruel y casi porteña paradoja






Borges escribió yo suelo regresar eternamente al eterno retorno. Yo puedo asegurarles que eternamente regreso a Casanova. Sea por afinidad estética o afecto, Giovanni logra impregnarme con sus memorias, y gran parte de mi amor por la literatura se la debo a sus historias galantes. Cumplo, dicho sea de paso, con el precepto de Savater quien afirmó que hay autores con los cuales uno se siente más a gusto y puede llegar a profesar amistad, como Camus, aquel que en épocas de tanto fascismo inescrupuloso se manifestó cumplidamente indignado y resuelto a combatirlo desde la trinchera. Camus también era otro magnifico seductor. Murió joven y nos ahorro, como señala Savater, las dimisiones de su vejez.



También me incita a la amistad Lord Byron quien prácticamente acosaba a las mujeres pero ¿qué mujer no querría ser acosada por Byron? se pregunta Paul Johnson, si al cabo de eso se nutre al acto de la seducción. No obstante, Bertrand Russell señala la verdad acerca del persistente y agobiante pesimismo byroniano, tan cercano al del Eclesiastés que no merece ni la atención. Ciertamente, Byron vestía de negro y su talante no deparaba nada bueno. Una crónica refería, quizás con razón, que el gesto de Byron era el de aquel que lleva una carga en su espalda, una culpa, una condena…Quien mira mucho tiempo un abismo corre el peligro de absorber el abismo, de confundirse con él.
Giovanni, no obstante, es laico, completamente laico, aunque también completamente responsable de sus actos y un magnífico enamorado, que lo está, resueltamente y hasta el paroxismo, cuando se declara como tal. Un buen enamorado diría Alejandro Dolina, independientemente de sus negligencias o sus trastadas infantiles cuando se siente herido.


El relato de la historia con la joven Charpillon transcurre cuando este contaba con cuarenta y ocho años a sus espaldas. El eco de Lacán que refiero en las últimas líneas de la compilación de la historia era previsible. No obstante, hace algunos años un hombre, de fina estampa, gris y presumiblemente alto nos adoctrinó a todos los porteños con una verdad esencial. La reproduzco a instancias de mi fallida memoria: “En el amor uno lo pierde todo, no puede manipular, no puede mentir verdaderamente, ni ejecutar vaivenes sentimentales mezquinos con el objeto de herir, pierde el poder de someter al otro; no es capaz de la ironía o el desdén, de calcular los detalles y ejecutarlos, con cierta gracia cruel; no puede evitar el ridículo ni darse el lujo de apostar, no puede engañar con astucia persiguiendo alguna ventaja. Atributos, todos, que le servirían para mitigar la fatuidad o el egoísmo del otro, demostrando a los demás que no se ha perdido a sí mismo, ni se ha aferrado a los detalles insustanciales como naúfrago a la costa del deseo. Lamentablemente cuando el enamorado recupera sus capacidades, cuando puede manipular o herir al otro, cuando es capaz de la ironía y el desprecio, cuando ejecuta sin mas la crueldad y miente, entonces ya no le sirve de nada. No las usa, pues ya no ama” Cuando Casanova encuentra a Charpillon, resigna esas condiciones que él tenía en gran medida, por estar enamorado de la coqueta. Es entonces cuando se ridiculiza y desiste de las armas que le hubiesen servido para desplantar a Charpillon.


La frase, por lo demás, es espléndida en sí misma sin la ilustración del caso. Alude creo yo a una ética. No ignoro que existen personas que aun sin estar previamente enamoradas son capaces de ejercer estas acciones, por la razón que fuere. Es implícita la evaluación de este caso en la sentencia de Alejandro. Pues nótese la paradoja del enamorado: cuando quiere no puede, cuando puede no quiere hacerlo, dando como resultado la imposibilidad factual. Pese a eso, no deja de ser digna de admiración esa instancia en que el sujeto llega incluso a perderse a sí mismo.


Eugenio Trias desde España nos da una pista: la mirada de Isolda cuando descubre los ojos de Tristán, más allá de ser la ejemplificación de la singularidad que define el punto de partida epistemológico del conocimiento, revela ese hecho tan desparejo y difícil de evaluar por los refutadores de leyendas. Manifiesta esa escisión, esa pérdida, ese dejar de ser en que Isolda ya no hiende con la espada la carne del asesino de su hermano. Se olvida de su venganza por los bellos ojos de Tristan.



Es decir, que cuando hubiese querido no puede y cuando puede ya no lo desea…

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