jueves, 29 de enero de 2009

Ítaca

Cuando te encuentres de camino a Ítaca,
desea que sea largo el camino,
lleno de aventuras, lleno de conocimientos.
A los Lestrigones y a los Cíclopes,
al enojado Poseidón no temas,
tales en tu camino nunca encontrarás,
si mantienes tu pensamiento elevado, y selecta
emoción tu espíritu y tu cuerpo tienta.
A los Lestrigones y a los Cíclopes,
al fiero Poseidón no encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si tu alma no los coloca ante ti.

Desea que sea largo el camino.
Que sean muchas las mañanas estivales
en que con qué alegría, con qué gozo
arribes a puertos nunca antes vistos,
deténte en los emporios fenicios,
y adquiere mercancías preciosas,
nácares y corales, ámbar y ébano,
y perfumes sensuales de todo tipo,
cuántos más perfumes sensuales puedas,
ve a ciudades de Egipto,
a muchas, aprende y aprende de los instruidos.

Ten siempre en tu mente a Ítaca.
La llegada allí es tu destino.
Pero no apresures tu viaje en absoluto.
Mejor que dure muchos años,
y ya anciano recales en la isla,
rico con cuanto ganaste en el camino,
sin esperar que te dé riquezas Ítaca.
Ítaca te dio el bello viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene más que darte.
Y si pobre la encuentras, Ítaca no te engañó.
Así sabio como te hiciste, con tanta experiencia,
comprenderás ya qué significan las Ítacas.

Constantino Cavafis

miércoles, 28 de enero de 2009

A Héctor Giménez

Puedo decirlo: no estoy en condiciones de hablar de amor. Carezco de palabras o de abstrusas consideraciones capaces de emitir una generalización que, además, con el tiempo solo admitiría una aproximación falaz y bastante rebuscada.
Admito como Casanova que el amor sincero es reservado, por temor a parecer exagerado diciendo todo lo que se siente (no al destinatario sino a los terceros) se dice demasiado poco. No busco ser Poe que, con inaudita gracia, sugirió que la escritura de un poema es operación de la inteligencia, ni el señor J. Evans Pritchard.

Si aceptamos, por otra parte, aquella previsión de Savater puede decirse que la poesía pertenece, en diversa graduación, al género humano y el enamorarse también, aunque no admita esa ceremonia de ingratas comparecencias que el arte consiente por cuestiones de incierta y dudosa autoridad estética.
Lo cierto es que la belleza no tiene dueño, conjurarla es cuestión de vida, de esa huida imprescindible que nos debemos para no vivir en la silenciosa angustia. Artillería contra la muerte.

Redacto esta nota como un acto de justicia si es que la justicia o el homenaje admiten el tiempo y la ausencia. He escuchado a lo largo de mi vida, siempre admitiendo que la conjunción de nombres y denominaciones superpuestas organizan la conciencia social, dos definiciones suficientemente hermosas con respecto a lo que es el amor. Una es celebre y su autor tan popular que no admite esta página. La otra es de un hombre al que conocí por escaso tiempo y aun hoy no logro disipar la admiración que me despiertan esas sencillas palabras que, entre otras tantas, pronunció.
Su nombre era Héctor Gimenez, fue director del área institucional de la Municipalidad de Avellaneda. Yo lo conocí bajo otras circunstancias, en una audición radial de mi ciudad. Lo vi ciertamente poco, pero los instantes que compartimos entre mates, risas y picarescas observaciones que aun conmueven mi memoria, bastaron para forjarme una idea de su inmortalidad.

Héctor murió a comienzos del año pasado, prosiguiendo hasta entonces el ejercicio radial, dándonos ese conocer enciclopédico, entremezclado con la sabiduría del hombre de mundo y su claridad para analizar lo oscuro de lo cotidiano, el devenir de los días herrumbrosos y grises con la esperanza de que cambiarían, que aun habrían ventanas abiertas a la esperanza. Yo sé que presentía mi admiración. Lo que quizá no supo es que aquella no cejaría luego de un tiempo de no verlo y no lo hará hasta que yo mismo desaparezca del orbe y mis sueños no sean sino espectros en los sueños y esperanzas de otros hombres demasiados distintos y demasiados iguales a mi.
Sin quererlo (y sin saberlo, también) Héctor formuló la definición mas material y mas humana del amor que yo tenga memoria. He recorrido páginas enteras de Eugenio Trias en su Tratado de la Pasión, versos de Whitman o Bécquer, incluso he saboreado el H2O borgeano y no conseguí hallar algo mas cabal ni mas bello.

Él dijo al aire de aquel programa llamado Encuentros: debemos admirar a la mujer que amamos sino ¿de qué vale? acaso no sea verdadero. Debe compartir nuestros mismos sueños, los mismo desvelos; deben aterrarle las mismas injusticias y en el camino a recorrer juntos no puede haber sendas paralelas entre ella y yo, pese a que ciertamente admitamos matices o diversas formas de caminar, aunque yo me detenga por un breve momento y ella continúe a conciencia de que yo seguiré tras sus pasos. Y si no la admiramos, si no es una compañera en el arduo y fatigoso camino que se nos plantea, si no comparte los mismos sueños, los mismos desvelos, si no le atormentan las pesadillas de una noche oscura y la lluvia detrás del cristal golpeando el discurrir del tiempo. Si no caminamos parejos y juntos, entonces aquello no es mucho, ni admite la palabra amor. Debemos admirar a la mujer que amamos.

Quiero extraer de estas palabras el valor sencillo que imponen sin dejar de profesar mi maravilla, sin malearla con mi insuficiente prosa. Deben entenderse, asimismo, en la boca de un hombre de militancia que durante los últimos años mantuvo ese aire imperiosamente disconforme e inquieto. Y de allí devienen, creo, su principales virtudes: el hecho de asimilar el amor o la persona amada a un derrotero en que las huellas de ambos se complementarían, a la idea de los mismo desvelos y los mismos sueños, delatan un poco ese hecho casi insoslayable pero refieren, también una circunstancia acaso universal. A saber, que en el transito del amor deben estar involucrados los anhelos y, en ellos, la conformidad del sueño conjunto. Pero la construcción que mas ha tocado mi espíritu es debemos admirar a la mujer que amamos.

Una invocación que yo ya he oído en la letra de un tango que forma parte de los inventarios nuevos del genero, pintan en cuerpo entero lo que quizá quería prevenir Héctor, la pintura de la mujer que suscitaban en él (o en mí) los estertores de las interminables y vanas noches de invierno.
Lo maravilloso de esta sentencia no es la extracción de un sentido filosófico o metafísico del amor, tampoco develar propósitos ocultos o extrañas dimisiones. Lo maravilloso es la conducta del hombre que las pronunció y la noción que me dejó del sentimiento amoroso.
Cabe aclarar que exaltaba con agudeza los atributos de ciertas damas y jamás se guardaba una muestra de admiración que mereciese ser prodigada. Más de una vez le sorprendí bromeando acerca de los cuidados que le daban (y que él quería que le dieran) las enfermeras en el Hospital Presidente Perón.
Sin embargo en esta última exposición, reveló algo que algunos ya sospechan: la mujer que amamos es quizá aquella que comparte con nosotros los mismos sueños, los mismos desvelos o, en palabras de Ismael Serrano, los mismos miedos, la búsqueda de aquella cinta con la cual atar el tiempo y la pesada carga de arrastrar una cadena de sueños.

Y si no fuera así, al menos yo quisiera creer que esa imposición también está en mi ánimo, que quizá cierta propensión me llevará a concretarla con el asedio de antiguos temores y de antiguas precauciones infantiles.
Todo esto que he expuesto quizá sea inverificable pero la elección de ese alegato, es mi tesoro particular.
Y advierto que no solo la elección, sino el cometido de quien las dispensó para suscitar nuestro gozo o nuestra certeza, es el acto memorable y maravilloso.

Por mi parte confieso que ciertamente, me gusta creerlas y suponerlas verdaderas en virtud de aquel hombre que mi evocación libra de vigilias y vigilias perdidas. Le creo, y quizá ya nada importe.

Hace unas noches me acordé de la última conversación con Héctor por teléfono, de mis infinitas supersticiones y del tono con que se despidió de mí. La réplica que repaso en esta nota y la impresión lejana que trajo a mi memoria en el momento en que la escuché, vinieron inmediatamente a mi cabeza.
Pude recobrar la estupefacción de entonces, mi devoción ante aquello, inverificable, y la imagen de la mujer que me lo demostró cabalmente un tiempo después, reviviendo esa tarde y ese particular espacio en mi ciudad.

*El tango es La vitrina y alguna de sus líneas dicta: No me importa el que diran, ni si mañana es mejor, no soy la bonita flor/ perfumada y obediente. El resto consta aquí http://www.todotango.com/spanish/las_obras/letra.aspx?idletra=5806

martes, 27 de enero de 2009

Nadie está condenado a vivir el mismo fracaso una y otra vez. La historia no tiene por qué repetirse.

Juan Pablo Martínez


Del incompleto y desdichado artículo parámetros:

“El último jueves de Octubre se celebraba en el recinto de difusión y fomento artístico de mi ciudad una exposición sobre los cambios de la lengua y el idioma coloquial de los argentinos. Asistí con renuencia. Me fatigaban los aspavientos elitistas y grandilocuentes de la pequeña aristocracia barrial (los conocía a casi todos), de los cuales descreía aun antes de ir y sospeché que esta sería la ocasión.


La charla se prolongó por dos horas y los últimos treinta minutos me debatí entre el hastío y la renuente audacia de levantarme desde las filas intermedias y abrirme paso hasta la salida. Al desalojar la sala (o antes) contemplé por apesadumbrada casualidad a una mujer de tintes castaños oscuros, algo triste. Hablaba ante un pequeño grupo espontáneo con fausta serenidad sin renunciar a la pasión o al entusiasmo. Sus ojos, como esferas resplandecientes, ligeramente torneadas, sus pómulos salientes, me recordaron la visión privilegiada de dos lunas claras y luminosas que abrían el camino del páramo como el mar lo abre a la inmensidad. Lentamente me acerqué a ella, dubitativo pero ciego por el ansioso brío de su perfume que ciertamente no socorría a resistirme. Las piernas me temblaban y sentí que cierta contradicción ganaba terreno. Buscaba desesperadamente estar cerca de ella aun sabiendo que tal vez la importunaría, buscaba molestarla sin parecer fastidioso, en fin... esa impresión de sentirse a salvo y en riesgo de muerte, confundido, calmo, ansioso, reflexivo, perdido, ominoso a la vez y cauto, a un tiempo, por no quebrar una instancia universal y tan particular, por no destruir esa magia angustiosa y serena que detiene el tiempo.

Una vez frente a ella, inventé, para iniciar conversación, una excusa, que seguramente fue trivial y bastante obvia. Su aroma o quizás el vértice impreciso de sus labios afilados y constantes, me oprimían el alma pero proseguí serenamente en la platica y en los modales. Convenimos encontrarnos alguna vez para descifrar el hilo de las palabras y los alientos. Pasó algún tiempo y mi vida continuó más o menos igual. Mi aptitud de escritor se desvanecía, el viento y la lluvia me desgarraban los pulmones y mi pecho se constreñía ante la inconcebible ausencia del cosmos, ante la severa permanencía de los lugares que ella nunca había visto, ni pisado. Las noches desaparecían entre agitados esfuerzos por conservar algún sueño o alguna pesadilla recurrente en la memoria. Las mesas de los bares se multiplicaban y en ellas los umbrales de memorias pasadas con sus multiplicadas sombras Los parques eran apenas penumbras y las penumbras apenas tiniebla tiritando y gimiendo, a la par de un torrente frío y errático.

Una mañana de enero la volví a ver. Ella me reconoció al instante y las palabras florecieron como si se hubiesen permanecido petrificadas en el hálito tembloroso de nuestras fauces aquella noche. Las mañanas se sucedieron y a las mañanas, las tardes. Nos veíamos casi todos los días y en esos días, todo el dia aunque estuviésemos distanciados, cada uno obnubilado en los avatares de lo cotidiano. Y sin embargo todo se reduce a una hora antes del crepúsculo, al momento en que apartó las sábanas del lecho y las deshizo en pequeñas olas y en pequeños montes. Mire, entonces, una sola vez al techo para comprender que el paraíso está donde el amor y sus cuerpos. No hablo de posesión ni de fusión pues los términos empiezan y terminan en los objetos, no restañan siquiera al amor o a la pasión de saberse de la misma uña y de la misma piel.

Todo aconteció muy rápido; no sería de noche aun, cuando resolvió marcharse. Tampoco simuló un tono demasiado íntimo para declararme sus sentimientos. Yo le respondí, ingenuo, que quien conoce cabalmente el amor o el placer, esta listo a morir, no hay mucho más en la vida, pues la plenitud y la nada se tocan y se aguardan.
Es cierto –replico- y yo estoy a punto de morir. Luego marchó y no supe nada más de ella ni quise averiguar demasiado. Creí verla alguna vez en una esquina entre Corrientes y Uruguay, en el sino húmedo de una huella esparcida en las escaleras del subte, en los reflejos de cada anuncio espejado. Algo de ella se negaba a desaparecer.
No cejaron, asimismo, los intentos por escribir algo, un retazo que lograra cifrarla, ciertas características, no lo se… la forma en que se sujetaba el cabello o inclinaba el cuello hacia la derecha después de un dia ajetreado en el trabajo.
He pensado mucho en ello. El tiempo huelga y se reconcentra cuando uno intuye (o intenta intuir) los pormenores del camino bifurcado e imagina qué podría estar haciendo quien se ha apartado de nosotros, mientras nuestros instantes discurren y mueren continuamente.

Solo pude representarme algunas imágenes, todas inútiles, todas insustanciales. No obstante, una me ha agradado: acaso ese día, lejano inconcebible desde todo aspecto mientras se despedía y sus tacones se deslizaban mas allá del imperio de los sentidos, existió un ultimo instante. Es difuso hoy para mi, sumamente difuso, pero, probablemente, ese punto sea lo único que importe. El ultimo eco de su confesión asediando el aire descuidado de aquella tarde. Y es que tanto… tanto me atañe, tanto me atormenta que he querido moldearla en versos, confiando ingenuamente en que ello lo mitigaría de alguna manera. Aun me, temo, no lo he logrado.

Sin embargo, me han dicho, la retórica difiere del hábito literario. La palabra oral es inmediata y absolutamente más reveladora.
Confío en que, si no he podido escribirla, he podido nombrarla. Esa inmediatez habrá querido traerla, sin más, hasta mí. Puedo sospecharlo, casi palpablemente.

Mis palabras (escritas u orales) la refieren, desde entonces, casi constantemente. Le han devuelto la vida, la han convertido en una vida, en toda mi vida.”

Acerca de la refutaciones (I)

Las historias de aciertos y prodigios son dignas de páginas nunca escritas e incluso de sueños. Acontecimientos exitosos, publicitados, es el afán de la imago. Verdaderamente las mejores historias son de fracasos que surgen de la infinita intención imperecedera de sus artífices y el devenir del tiempo y de las hipótesis. No niego que las historias de quimeras, de mundos como orlas girando en un confín, celebrando la posibilidad y la incertidumbre no me agraden, por el contrario, me fascinan. El caso es que los fracasos de ciertas ideas que hemos mantenido después del arduo accionar de la razón y la indagación científica, y aun de la imaginación, suscitan en mí una tristeza dulce como la de los amores desencontrados, como la andanza de aquella mujer que nos niega en un corredor del subte.

William Thompson, Lord Kelvin, había estimado a fines del siglo XIX la edad de la tierra en aproximadamente unas decenas de millones de años. Los cálculos habían surgido de la consideración del tiempo transcurrido a partir del estado inicialmente fundido de la tierra hasta aquellos días. Kelvin buscaba así confutar la teoría de Darwin que sosteniendo la adaptación de las especies en interacción con las variables del ambiente requerían lapsos mas dilatados de tiempo. Tres años después de la publicación de El origen de las especies Thompson con lanza teórica en mano se abalanzo contra los partidarios darwinistas y el propio Darwin. Los primeros darwinistas, acaso los mas dogmáticos, debido a las ásperas impugnaciones de los exégetas de las Escrituras a los postulados de Sir Charles Lyell y James Hutton a medidos del siglo XIX y, en general, a todas las variaciones teóricas que sembraran una infinitesimal mácula de desconfianza en el Génesis, estaban dispuestos a resguardar la concepción de una lenta variación de las especies en virtud de las variaciones del ambiente y la consecuente interacción que esto significaba en las características de los individuos, a fin de mantener su circunstancia vital.

Los puntos de vista del buen Lord Kelvin eran bien recibidos por la comunidad científica; su prestigio, un aval para mantener la pertinencia de la edad de la Tierra determinada a partir de unos cálculos todavía en ciernes en relación a la manifestación cabal del método experimental y la lógica científica. Pero el contendor de las teorías de Kelvin que ajustició la diatriba hacia los darwinistas y la evolución fue Bequerel. Este descubrió la radiactividad hacia 1895 y exigió definitivamente una estela temporal más especiosa y extensa.
El flujo de calor interno de la Tierra se debe en la actualidad a un noventa por ciento a la desintegración de los materiales radiactivos que están en el interior de la misma desde el momento de su nacimiento. El conocimiento de las propiedades de estos materiales aseguro la prospera datación de la las rocas terrestres mediante el estudio de los elementos resultantes de la cadena de desintegración a partir de los minerales radiactivos. Tamaña certeza derivo en la edad de formación de ciertas rocas, sobre todo las más antiguas. La conclusión: la edad de la tierra era del orden de los mil millones de años.
Kelvin que para esa época era un anciano remilgado y amesetado en lo que fue el trabajo de su vida y su convicción mas intima vio la refutación de todas sus ideas, su edificación intelectual hecha trizas.

El genial Rusell con la misma audacia que lo caracterizaba halló la paradoja del barbero. Un día antes de entregar a la imprenta el último volumen de su gran tratado de la matemática, a Gottlob Frege le llegó una esquela de Rusell.
Imagino el momento de la concienzuda lectura, imagino sus ojos inyectados en sangre, la prominencia de sus colmillos, el gesto desencajado…. Y ya podemos saber como aquel asistente de una de su conferencia*: Rusell era un idiota. Opinión unánime según los lectores más realistas y cínicos de su tratado de la felicidad (en este caso concuerdo parcialmente con ellos, otras con los más aventajados lectores de Principia Mathemática o su Misticismo y lógica).
Recito su derrota con este epilogo: Un científico difícilmente pueda encontrarse en una situación más indeseable que ver desparecer sus fundamentos justo cuando su trabajo ha terminado. Fui puesto en esta posición por una carta de Mr. Bertrand Rusell cuando mi trabajo estaba por ir a la imprenta.

Hay una antigua previsión acerca de la conducta del científico joven y viejo, vale lo mismo para ciertas colecciones de ideas que no admiten el crecimiento en espiral y proveen una rigurosa dialéctica no menos profética que esplendorosa. Aguardamos (y aun propugnamos) una unificación muy a la manera de la convergencia entre el camino recto que proponía San Agustín cuando gritaba desaforado a los pitagóricos la falacia de la circularidad y la desfachatez que suponía la inmolación continua de Cristo y la continua repetición, una fusión entre el eterno retorno y el divergente progreso que deriva de los cimientos de un estado anterior. Ignoro si esa es la solución a nuestros problemas o simplemente el principio de un derrotero más extenuante. Parece ser parte ahora de una alucinación o de una fiebre. No lo se.
Mi esperanza en ello no ha mermado. Tal vez los años pasen y yo continúe tras ella como una espiga atrapada en un huracán. O tal vez se eleve o caiga definitivamente.


*Cierta vez Bertrand Russell se disponía a leer las consultas que los asistentes a su conferencia le habían hecho llegar en pequeñas notas a lo largo de su exposición. Grande fue el asombro y la incomodidad de todos cuando se oyó leer al filósofo con voz clara y firme: “Imbécil”. Después de un tenso instante de silencio Russell (haciendo gala de la consabida flema inglesa) comentó: “Es curioso: en mi vida había recibido muchas cartas sin firma; pero esta es la primera vez que recibo una firma sin carta”

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