miércoles, 28 de enero de 2009

A Héctor Giménez

Puedo decirlo: no estoy en condiciones de hablar de amor. Carezco de palabras o de abstrusas consideraciones capaces de emitir una generalización que, además, con el tiempo solo admitiría una aproximación falaz y bastante rebuscada.
Admito como Casanova que el amor sincero es reservado, por temor a parecer exagerado diciendo todo lo que se siente (no al destinatario sino a los terceros) se dice demasiado poco. No busco ser Poe que, con inaudita gracia, sugirió que la escritura de un poema es operación de la inteligencia, ni el señor J. Evans Pritchard.

Si aceptamos, por otra parte, aquella previsión de Savater puede decirse que la poesía pertenece, en diversa graduación, al género humano y el enamorarse también, aunque no admita esa ceremonia de ingratas comparecencias que el arte consiente por cuestiones de incierta y dudosa autoridad estética.
Lo cierto es que la belleza no tiene dueño, conjurarla es cuestión de vida, de esa huida imprescindible que nos debemos para no vivir en la silenciosa angustia. Artillería contra la muerte.

Redacto esta nota como un acto de justicia si es que la justicia o el homenaje admiten el tiempo y la ausencia. He escuchado a lo largo de mi vida, siempre admitiendo que la conjunción de nombres y denominaciones superpuestas organizan la conciencia social, dos definiciones suficientemente hermosas con respecto a lo que es el amor. Una es celebre y su autor tan popular que no admite esta página. La otra es de un hombre al que conocí por escaso tiempo y aun hoy no logro disipar la admiración que me despiertan esas sencillas palabras que, entre otras tantas, pronunció.
Su nombre era Héctor Gimenez, fue director del área institucional de la Municipalidad de Avellaneda. Yo lo conocí bajo otras circunstancias, en una audición radial de mi ciudad. Lo vi ciertamente poco, pero los instantes que compartimos entre mates, risas y picarescas observaciones que aun conmueven mi memoria, bastaron para forjarme una idea de su inmortalidad.

Héctor murió a comienzos del año pasado, prosiguiendo hasta entonces el ejercicio radial, dándonos ese conocer enciclopédico, entremezclado con la sabiduría del hombre de mundo y su claridad para analizar lo oscuro de lo cotidiano, el devenir de los días herrumbrosos y grises con la esperanza de que cambiarían, que aun habrían ventanas abiertas a la esperanza. Yo sé que presentía mi admiración. Lo que quizá no supo es que aquella no cejaría luego de un tiempo de no verlo y no lo hará hasta que yo mismo desaparezca del orbe y mis sueños no sean sino espectros en los sueños y esperanzas de otros hombres demasiados distintos y demasiados iguales a mi.
Sin quererlo (y sin saberlo, también) Héctor formuló la definición mas material y mas humana del amor que yo tenga memoria. He recorrido páginas enteras de Eugenio Trias en su Tratado de la Pasión, versos de Whitman o Bécquer, incluso he saboreado el H2O borgeano y no conseguí hallar algo mas cabal ni mas bello.

Él dijo al aire de aquel programa llamado Encuentros: debemos admirar a la mujer que amamos sino ¿de qué vale? acaso no sea verdadero. Debe compartir nuestros mismos sueños, los mismo desvelos; deben aterrarle las mismas injusticias y en el camino a recorrer juntos no puede haber sendas paralelas entre ella y yo, pese a que ciertamente admitamos matices o diversas formas de caminar, aunque yo me detenga por un breve momento y ella continúe a conciencia de que yo seguiré tras sus pasos. Y si no la admiramos, si no es una compañera en el arduo y fatigoso camino que se nos plantea, si no comparte los mismos sueños, los mismos desvelos, si no le atormentan las pesadillas de una noche oscura y la lluvia detrás del cristal golpeando el discurrir del tiempo. Si no caminamos parejos y juntos, entonces aquello no es mucho, ni admite la palabra amor. Debemos admirar a la mujer que amamos.

Quiero extraer de estas palabras el valor sencillo que imponen sin dejar de profesar mi maravilla, sin malearla con mi insuficiente prosa. Deben entenderse, asimismo, en la boca de un hombre de militancia que durante los últimos años mantuvo ese aire imperiosamente disconforme e inquieto. Y de allí devienen, creo, su principales virtudes: el hecho de asimilar el amor o la persona amada a un derrotero en que las huellas de ambos se complementarían, a la idea de los mismo desvelos y los mismos sueños, delatan un poco ese hecho casi insoslayable pero refieren, también una circunstancia acaso universal. A saber, que en el transito del amor deben estar involucrados los anhelos y, en ellos, la conformidad del sueño conjunto. Pero la construcción que mas ha tocado mi espíritu es debemos admirar a la mujer que amamos.

Una invocación que yo ya he oído en la letra de un tango que forma parte de los inventarios nuevos del genero, pintan en cuerpo entero lo que quizá quería prevenir Héctor, la pintura de la mujer que suscitaban en él (o en mí) los estertores de las interminables y vanas noches de invierno.
Lo maravilloso de esta sentencia no es la extracción de un sentido filosófico o metafísico del amor, tampoco develar propósitos ocultos o extrañas dimisiones. Lo maravilloso es la conducta del hombre que las pronunció y la noción que me dejó del sentimiento amoroso.
Cabe aclarar que exaltaba con agudeza los atributos de ciertas damas y jamás se guardaba una muestra de admiración que mereciese ser prodigada. Más de una vez le sorprendí bromeando acerca de los cuidados que le daban (y que él quería que le dieran) las enfermeras en el Hospital Presidente Perón.
Sin embargo en esta última exposición, reveló algo que algunos ya sospechan: la mujer que amamos es quizá aquella que comparte con nosotros los mismos sueños, los mismos desvelos o, en palabras de Ismael Serrano, los mismos miedos, la búsqueda de aquella cinta con la cual atar el tiempo y la pesada carga de arrastrar una cadena de sueños.

Y si no fuera así, al menos yo quisiera creer que esa imposición también está en mi ánimo, que quizá cierta propensión me llevará a concretarla con el asedio de antiguos temores y de antiguas precauciones infantiles.
Todo esto que he expuesto quizá sea inverificable pero la elección de ese alegato, es mi tesoro particular.
Y advierto que no solo la elección, sino el cometido de quien las dispensó para suscitar nuestro gozo o nuestra certeza, es el acto memorable y maravilloso.

Por mi parte confieso que ciertamente, me gusta creerlas y suponerlas verdaderas en virtud de aquel hombre que mi evocación libra de vigilias y vigilias perdidas. Le creo, y quizá ya nada importe.

Hace unas noches me acordé de la última conversación con Héctor por teléfono, de mis infinitas supersticiones y del tono con que se despidió de mí. La réplica que repaso en esta nota y la impresión lejana que trajo a mi memoria en el momento en que la escuché, vinieron inmediatamente a mi cabeza.
Pude recobrar la estupefacción de entonces, mi devoción ante aquello, inverificable, y la imagen de la mujer que me lo demostró cabalmente un tiempo después, reviviendo esa tarde y ese particular espacio en mi ciudad.

*El tango es La vitrina y alguna de sus líneas dicta: No me importa el que diran, ni si mañana es mejor, no soy la bonita flor/ perfumada y obediente. El resto consta aquí http://www.todotango.com/spanish/las_obras/letra.aspx?idletra=5806

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