martes, 27 de enero de 2009

Acerca de la refutaciones (I)

Las historias de aciertos y prodigios son dignas de páginas nunca escritas e incluso de sueños. Acontecimientos exitosos, publicitados, es el afán de la imago. Verdaderamente las mejores historias son de fracasos que surgen de la infinita intención imperecedera de sus artífices y el devenir del tiempo y de las hipótesis. No niego que las historias de quimeras, de mundos como orlas girando en un confín, celebrando la posibilidad y la incertidumbre no me agraden, por el contrario, me fascinan. El caso es que los fracasos de ciertas ideas que hemos mantenido después del arduo accionar de la razón y la indagación científica, y aun de la imaginación, suscitan en mí una tristeza dulce como la de los amores desencontrados, como la andanza de aquella mujer que nos niega en un corredor del subte.

William Thompson, Lord Kelvin, había estimado a fines del siglo XIX la edad de la tierra en aproximadamente unas decenas de millones de años. Los cálculos habían surgido de la consideración del tiempo transcurrido a partir del estado inicialmente fundido de la tierra hasta aquellos días. Kelvin buscaba así confutar la teoría de Darwin que sosteniendo la adaptación de las especies en interacción con las variables del ambiente requerían lapsos mas dilatados de tiempo. Tres años después de la publicación de El origen de las especies Thompson con lanza teórica en mano se abalanzo contra los partidarios darwinistas y el propio Darwin. Los primeros darwinistas, acaso los mas dogmáticos, debido a las ásperas impugnaciones de los exégetas de las Escrituras a los postulados de Sir Charles Lyell y James Hutton a medidos del siglo XIX y, en general, a todas las variaciones teóricas que sembraran una infinitesimal mácula de desconfianza en el Génesis, estaban dispuestos a resguardar la concepción de una lenta variación de las especies en virtud de las variaciones del ambiente y la consecuente interacción que esto significaba en las características de los individuos, a fin de mantener su circunstancia vital.

Los puntos de vista del buen Lord Kelvin eran bien recibidos por la comunidad científica; su prestigio, un aval para mantener la pertinencia de la edad de la Tierra determinada a partir de unos cálculos todavía en ciernes en relación a la manifestación cabal del método experimental y la lógica científica. Pero el contendor de las teorías de Kelvin que ajustició la diatriba hacia los darwinistas y la evolución fue Bequerel. Este descubrió la radiactividad hacia 1895 y exigió definitivamente una estela temporal más especiosa y extensa.
El flujo de calor interno de la Tierra se debe en la actualidad a un noventa por ciento a la desintegración de los materiales radiactivos que están en el interior de la misma desde el momento de su nacimiento. El conocimiento de las propiedades de estos materiales aseguro la prospera datación de la las rocas terrestres mediante el estudio de los elementos resultantes de la cadena de desintegración a partir de los minerales radiactivos. Tamaña certeza derivo en la edad de formación de ciertas rocas, sobre todo las más antiguas. La conclusión: la edad de la tierra era del orden de los mil millones de años.
Kelvin que para esa época era un anciano remilgado y amesetado en lo que fue el trabajo de su vida y su convicción mas intima vio la refutación de todas sus ideas, su edificación intelectual hecha trizas.

El genial Rusell con la misma audacia que lo caracterizaba halló la paradoja del barbero. Un día antes de entregar a la imprenta el último volumen de su gran tratado de la matemática, a Gottlob Frege le llegó una esquela de Rusell.
Imagino el momento de la concienzuda lectura, imagino sus ojos inyectados en sangre, la prominencia de sus colmillos, el gesto desencajado…. Y ya podemos saber como aquel asistente de una de su conferencia*: Rusell era un idiota. Opinión unánime según los lectores más realistas y cínicos de su tratado de la felicidad (en este caso concuerdo parcialmente con ellos, otras con los más aventajados lectores de Principia Mathemática o su Misticismo y lógica).
Recito su derrota con este epilogo: Un científico difícilmente pueda encontrarse en una situación más indeseable que ver desparecer sus fundamentos justo cuando su trabajo ha terminado. Fui puesto en esta posición por una carta de Mr. Bertrand Rusell cuando mi trabajo estaba por ir a la imprenta.

Hay una antigua previsión acerca de la conducta del científico joven y viejo, vale lo mismo para ciertas colecciones de ideas que no admiten el crecimiento en espiral y proveen una rigurosa dialéctica no menos profética que esplendorosa. Aguardamos (y aun propugnamos) una unificación muy a la manera de la convergencia entre el camino recto que proponía San Agustín cuando gritaba desaforado a los pitagóricos la falacia de la circularidad y la desfachatez que suponía la inmolación continua de Cristo y la continua repetición, una fusión entre el eterno retorno y el divergente progreso que deriva de los cimientos de un estado anterior. Ignoro si esa es la solución a nuestros problemas o simplemente el principio de un derrotero más extenuante. Parece ser parte ahora de una alucinación o de una fiebre. No lo se.
Mi esperanza en ello no ha mermado. Tal vez los años pasen y yo continúe tras ella como una espiga atrapada en un huracán. O tal vez se eleve o caiga definitivamente.


*Cierta vez Bertrand Russell se disponía a leer las consultas que los asistentes a su conferencia le habían hecho llegar en pequeñas notas a lo largo de su exposición. Grande fue el asombro y la incomodidad de todos cuando se oyó leer al filósofo con voz clara y firme: “Imbécil”. Después de un tenso instante de silencio Russell (haciendo gala de la consabida flema inglesa) comentó: “Es curioso: en mi vida había recibido muchas cartas sin firma; pero esta es la primera vez que recibo una firma sin carta”

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