viernes, 6 de agosto de 2010

La puesta en escena

P.A.

Siempre me ha gustado definir al periodista como un actor en segundo plano. El titiritero. La implícita idea de una segunda dimensión en que se desarrolla lo infinitamente esencial de lo sugerido por las formas superficiales. Como un reverberar del conocimiento filosófico que trasciende las luces y sombras de la caverna. Un ligero teatro de marionetas. Y en general el periodismo suele equivaler a eso. Se nutre de eso. La crónica sugiere al titiritero; sugiere la puesta en escena del carácter ficcional que supone el recorte del objeto periodístico. La ínfima variación de las posturas, de los diálogos permitidos y omitidos de las figuras, del paisaje que contextualiza sus movimientos, consustancializa el indicio. Hay alguien por detrás de ello. Alguien invisible y no del todo previsor de los pormenores de la puesta en que se desarrolla porque mantiene a su alcance solo ciertos aspectos de esa circunstancia, mientras nada supone los vaivenes en la dinámica de esos otros elementos que permanecen inalterables en relación al contexto en que se desarrollan. La proporción en que ese personaje solapado se sugiere a sí mismo y la medida en que se mantiene anónimo para operar en la omisión y la exposición de determinados rasgos del evento detrás del cual se aposta, constituyen en buena medida la virtud del periodista que ejecuta la crónica. Ya se ha dicho en tantos otros géneros que la autorreferencia es signo inequívoco de decadencia. En cierto periodismo gráfico (o televisivo), y en general, la autorreferencia parece ser el impetuoso defecto que invierte el proceso de cierto devenir histórico. En lugar de denotar el síntoma de una individualidad en declive, previene acerca del escaso valor pecuniario del ejercitante amateur. Nunca el periodista está (o debiera estar) por encima del hecho o, a lo sumo, del recorte que del hecho consiente su enfoque. Puede, no obstante, que el periodista y el ejercicio de la profesión sean la circunstancia de la metódica reflexión de la prensa pero en caso de no serlo, no se le permite inmiscuirse salvo que desde el vamos esté enfermo de muerte. Salvo que su monstruosa egolatría lo exhorte a convertirse en el regente de aquello que se propone retratar. Pero no pequemos de absolutamente ingenuos. El carácter megalómano de un cronista que trasciende ese relegado plano del cincel y la mano que dan forma a la noticia, supone solo una faceta (salvo en los casos mas groseros y patéticos) de la explicación de su expansiva presencia en el periodismo argentino. Sobre todo porque creer que esa megalomanía es exclusivamente inherente a esos bufonescos especímenes del periodismo equivaldría sin fundamentos pero, y sobre todo, sin la mínima consideración de justicia a exonerar a todos lo demás que poseemos esa condición en mayor o menor grado.


Hay una explicación mas sencilla. Conforme el periodismo se insertó en una especie de orden sagrada cuya metodología insiste en las camarillas y los procedimientos de masonería, por la ampliación y creciente prestigio de las prácticas sociales anexadas a la actividad (cuyo detalle no explicaremos aquí), el cronista dejó de ser tal para situarse en la escena misma. Se soslaya de alguna manera su invisibilidad; se deja de lado para adquirir una mayor preponderancia en la escena comunicativa lo cual repercute directamente en lo exógeno de dicha escena. No hay forma, por tanto, que un integrante de la prensa irrumpa en el hecho consignado sin aportar de manera mas acentuada aquella huella de manipulación, antes mitigada por su disimulo, dentro de la puesta comunicacional. Pero decíamos que esta conducta no obedece a un simple ejercicio de la vanidad. Los trabajadores de prensa, y esto no huelga recordarlo siquiera para descubrir la naturaleza de sus adhesiones y rechazos, son en buena parte operadores políticos. Ni siquiera los mas apartados de la magnificente tentación, cumplen con el encanto del carácter aséptico que las anteriores generaciones de periodistas han interpuesto ante la mínima consulta. Es imposible separar el ejercicio periodístico de un reservorio de simpatías que muchas veces influyen en los recortes y disposiciones de la condiciones de producción de la noticia. Claramente quien habla nos habla por sí y por un conjunto situado por fuera de la escena misma. Aun así, y siendo el contenido ideológico de la noticia no susceptible de escisión, configura una negligencia en el ejercicio de la profesión periodística la primacía de la figura del redactor en el recorte del objeto, la infortunada reducción de ese disimulo que ya se constituía como requisito en la manufactura de la noticia.


En tiempos de decadencia periodística hegemónica (como la nuestra) es imposible ignorar esa mayor incidencia del hombre o la mujer, en tanto fulano o fulana, que redactan un artículo. En tiempos en que las aguas estaban mas quietas (y favorables) estos insidiosos titiriteros se mantenían correctamente en segundo plano, pese a la construcción de prestigio creciente y desaforado, porque aun los síntomas terminales no existían. Porque el público auditor no se había abalanzado sobre el escenario y los muñecos para ver el verdadero rostro del titiritero y las anomalías del montaje.

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