miércoles, 11 de agosto de 2010

El vaso medio vacio (o la paradoja irresuelta)




Ayer en el centro de Avellaneda se presentó quien fuera jefe de gabinete del actual ejecutivo, Alberto Fernández, para auspiciar la postulación a intendente de un benemérito ciudadano local. Ya sobre el final y después de asistir a una decena de exposiciones repetidas me aventuré a interpelarlo en mi calidad de ilustre desconocido para que el me contestara en calidad de... Alberto Fernández. En primer lugar por el ejercicio impune de la violencia simbólica a la que ya debiéramos acostumbrarnos pero que al pasar alimenta el sentido erróneo de los opositores enfervorizados por el apelativo descontextualizado y la confusión de alguien que, tal vez, recién ingresado en el orbe de las inquietudes políticas supone un rasgo verosímil en esa homologación. Fernández designó a los convencidos kirchneristas jacobinos. Y a primera vista pareciera desproporcionado pues los jacobinos constituyeron la facción mas radicalizada de la revolución francesa (en última instancia la postrera revolución burguesa en la que los jacobinos fracasaron y con ellos a su vez los ideales de la Ilustración) sometían a sus opositores a la guillotina no precisamente de manera metafórica sino a la cercenadora constante y sonante. Muchos jacobinos, Dantón y Robespierre para citar a los mas célebres, fueron luego guillotinados. Salvo en el ejercicio mas descaranado de la manipulación simbólica y la mentira, ese clima de violencia política no es aplicable a la militancia kirchnerista o a los gestos gubernamentales. La casualidad, incluso, viene a añadir algunos indicios sobre la mala intención de la mención del término jacobino asociado a Kirchner o la conducción política del actual gobierno. A Mariano Moreno, por ejemplo, también lo consideraron el jacobino de la Revolución de Mayo sencillamente porque quería extremar los objetivos revolucionarios con la constitución de un capitalismo nacional no dependiente. En ese propósito había sin dudas una voluntad de profundizar el rumbo revolucionario en virtud a una convicción no compartida por el conjunto de la clase dominante y por la timorata quietud de la sociedad criolla. Moreno murió envenenado y arrojado al mar envuelto en una bandera inglesa. En Fernández esta precaución del calificativo jacobino funciona de dos maneras complementarias entre sí. En primer lugar para foguear la imagen de autoritarismo construida por los medios hegemónicos y gran parte de la dirigencia opositora entreguista y condescendiente y aplicada a todo aquel capaz de la mínima renuncia a ejecutar por reflejo la pleitesía continua (no me aventuro a decir más porque con solo no reverenciar a los poderes tradicionales basta para la acusación). El otro usufructo que le da Fernández es el de legitimar sus posturas timoratas y el gusto a protagonismo insatisfecho que deja en el auditor atento. En ello se parece a Felipe Solá. Claro también en esa similitud Fernández queda a mitad de camino. No llega a ser tan hipócrita como Solá.




Otro ejemplo de su mala conceptualización proviene de la adjudicación de eficacia que dio ayer a este proceso político y al kirchnerismo en la consagración de un discurso único equivalente a la década menemista. Para la memoria leal esto no puede ser nunca cierto. He vivido, he retozado la década menemista y el grado de sofocamiento neoliberal interrumpía el transito de las ideas por no mencionar la supresion constante de todo debate. Este tiempo en cambio ha sido y es prolífico en debates incluso para afirmar que tanto debate satura el buen animo ciudadano (en criollo quehincha las bolas). No hay discurso único sino, en todo caso, una serie de decisiones políticas que apuntan en un sentido y se inscriben en el marco de un extraordinario cambio de época en la historia argentina y latinoamericana y cuya tendencia parece orientarse a la profundización de ese rumbo. Es en este tiempo donde el discurso de igualdad está en la escena pública cuando resulta posible proponer modelos diferentes de país y ninguna opinión se halla obturada (de otra forma no se dirían tantas barbaridades de manera impune). En los años noventa, en cambio, la política neoliberal se presumía como infranqueable, monolíticae inmersos en esa somnolencia pedestre contemplábamos las ruinas de lo que alguna vez supo ser.

El tercer punto del modesto intercambio con Fernández fue la inflación. El aseguró durante la charla o conferencia (a la par del economista Edmund Phelps premiado con el Nobel en 2006 y citado por La Nación) que no necesariamente la inflación se liga al crecimiento. Y esto probablemente sea cierto pese a que China ha registrado inflación y crecimiento sostenido en los últimos veinte años y que Brasil tampoco es la excepción. El sentido común indica, además ,que el aumento de los salarios se revelará superfluo por el creciente nivel de los precios. Todo ello confabula a favor de Fernández, confiado en apurar el discurso de un insignificante muchacho como yo. En aras de cierta defensa puede alegarse la teoría monetaria; ella sostiene que el incremento de la demanda si no es satisfecha por la oferta a raíz de una deficiencia en la inversión de los empresarios, redunda en un aumento de precios. Las expectativas de crecimiento por parte de los empresarios (este punto lo admitió Fernández con lo que demuestra su permanente contradicción discursiva) también provoca inflación. Sociológicamente esta tendencia psicológica se soluciona con la negociación entre sindicatos, empresarios y la intervención del estado. Por lo que en cualquiera de los dos casos, y aun mas advirtiendo la pésima justificación empresarial que cada vez que puede le echa la culpa del aumento de sus productos al aumento de los salarios en lugar de multiplicar su producción, el aumento de los precios obedece a una cuestión estrechamente vinculada a la cultura y la lógica empresaria en la argentina, no a defectos inherentes al ejecutivo nacional. Tendiendo en cuenta que esa cultura supone una transformación de décadas en la conciencia del sector, solo se puede apelar a una negociación tendiente a la presión por parte del ejecutivo para que los empresarios modifiquen esta conducta (prácticamente la función de Guillermo Moreno). Lo cual derivaría para Alberto Fernández en que el gobierno tiene actitudes jacobinas, autoritarias y dictatoriales; lo que finalmente renueva el círculo.


Uno advierte en el discurso de Alberto Fernadez ya no la veleidad sino una irrebatible zoncera donde la contradicción parece ser la rémora insensata de los transversalistas de la primera época de Kirchner cuando era necesario el transversalismo aplicado al contexto y en virtud de las características objetivas de Kirchner. No obstante hay un cause que muchos actores de la escena nacional no están dispuestos a seguir aun en detrimento de grandes mayorías de la población y de su propia clase. ¿Cómo hacer? Y en es punto Fernández se diluye. Prefiere atribuir a Kirchner una intransigencia casi congénita pero no ofrecer los métodos para lograr los objetivos de una mayor igualdad social y menos aun los pergaminos de haber participado en la profundización del modelo por parte de Cristina. Como muchos nostálgicos del transversalismo que integró entre otros al insípido Julio Cobos al gobierno nacional, su límite siempre ha sido la estabilización política tras la crisis de 2001 y el deseo de claudicar, sin agudizar contradicciones, ante los poderes que durante casi doscientos años han manejado los destinos de este país.

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