miércoles, 3 de junio de 2009

Volviendo a La Plata (I)


Que el trashumante se pierde irremediablemente en La Plata es un mito insostenible. Buenos Aires es indudablemente más compleja y atroz, sobre todo por Corrientes cuando entre el aire azul de la esquina y el mohín furibundo de sus laterales se asoma el nombre de José Evaristo Uriburu o de Leopoldo Lugones. La gente casi ni te mira, sacudiéndote el talón por encima de los tamangos. El humor se tira a la marchanta. Entre los boquetes se avistan esos carteles alelados con la leyenda Haciendo Buenos Aires que a estas alturas connotan la variante de un chiste macabro. Hay sobre Pellegrini colchones regados por la acera con niños tirados a pleno punzar del sol y a nadie le importa demasiado. Los carteles se multiplican prohijando las promesas de nuevos encuentros, de renovación, de propuestas; insustanciales en sí mismas si las ponderamos en el elucubrado aparato burgués de la publicidad electoral. Los turistas españoles se desgarran ante la visión impúdica de una mujer que deambula con tres chicos a cuestas mientras mendiga en el metro. La mentira y el desamor se camuflan en los encuentros furtivos de una pareja de amantes. El beso languidece frente al obelisco. Las hojas muertas dilapidan el recuerdo de aquellos días de descubrimientos mutuos.


La Plata diverge bastante. Yo volví hace poco, durante toda una mañana y toda una tarde. Me atrevo a formular una hipótesis: para el porteño despistado, sin el mínimo sentido de orientación aquel lugar tiene algo de pasado. Lo invade quizás la sensación extraña de que ya ha descubierto y recorrido sus calles, y que, si las ha conocido tal vez, extasiado frente al grito de sus muros, ha hurgado las metáforas que originan sus recodos mas allá del enigmático trazado de las diagonales. No obstante todo ello implica, en el fondo, una forzada fantasmagoría y en contrapartida, una elegante objeción: el postular que cualquier fantasmagoría admite , en última instancia, una realidad, sea la del delirio o la locura. No la refuto, ni apruebo. Básteme decir que la conclusión carece de importancia real.
Por las calles de ese sur, si se tiene precaución, se pueden oír sus murmullos en plena travesía, mientras la vergüenza queda lacerada por el acuciante rigor de sus interrogantes. Es cierto, que probablemente se corre el albur de desfallecer, cuando al llegar a la catedral el rumor invade el embaldosado y una efigie enorme rescata las huellas del olvido. El rostro pálido de la estatua de Mariano Moreno recuerda esa sensación de ahogo tan frecuente en estos días en que los pulmones no toleran la lluvia, ni las nieblas inopinadas. Uno sigue.

El encadenamiento cardinal de las calles incita a vencer el amparo del agotamiento, la cuerda que corre por la garganta. El horizonte es otro. Las ligustrinas aun albergan el mate y los abrazos de otras tardes. Aquella mañana decliné sentarme sobre el césped brioso de la plaza San Martín o en la de Mariano Moreno; supuse que el rastro de antaño aun seguía impreso. Las luciérnagas giran en solitario, errabundas, mágicas. Otros las recuerdan por nosotros, recostados sobre aquel rincón de la izquierda exactamente en el mismo sitio. La ciudad vocifera, en cambio, un solo nombre. La calle enfrentada al palacio municipal devuelve la nomenclatura, salvándonos de las ímprobas repeticiones de Roca, Sarmiento, Aramburu o Ramón Falcón.

En declive de confesión debo decir que, misteriosamente, esa ciudad me trae la memoria de un pasado conjetural que nunca existió y, sin embargo, admite variaciones que me son familiares. Lo que Buenos Aires me devuelve de extrañeza, La Plata lo hace en ubicuidad, más allá del dolor, en el silencio atronador del huraño, en el éxtasis, en la plenitud. Es acaso el reencuentro con un placer heredado en sueños, en la fiebre de una noche oscura e inmemorial.

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