martes, 9 de junio de 2009

Páramo en que el tiempo fluye hacia el costado



La calle San Pedro se hunde en un baldío interminable, no muy lejos del pantano. Lo atraviesa como un puñal. Más allá del ombú, y el traqueteado de las carretas, un péndulo contrastaba el cielo que declinaba entre las casitas de chapas. Un cardenal hacia temblar el bordecito de la acera al tocarla. El parquecito de la esquina era triste. Me senté en uno de sus bancos mustios un momento para descansar. Alguien me refirió que esa calle que provenía de un callejón y moría en el pantano guardaba un confín prodigioso. Por aquel entonces yo no tenía demasiado que hacer. La mayoría de las veces dejaba de hacer nada, calentaba el agua del mate, me bañaba, me vestía, primero la camisa, luego los tamangos, finalmente el chambergo, abría la puerta, salía, caminaba y seguía sin hacer nada. Caminaba ciego, conservando el recuerdo de la última vez que la había visto. Guardando esa imagen como un tesoro. Todo me parecía monótono. Repiqueteo de la campana de la capilla, el grito de los vecinos, la mañana, las noches, el zapallo, el brillo de los dientes dorados bucaneros. Incluso las novedades cíclicas de lo injusto cultivaban mi más cínico nihilismo. Concurría a eventos, al teatro, las luces, el canto y cada boca me la traían; y maldecía esquinas y el mediodía, odiaba la brisa calma de las noches, el aroma del subte y mi reflejo.

En la placita exoneré ese malestar y respiré con asueto de pena. Y ahí lo supe: había encontrado lo que buscaba esa tarde, un páramo, un extraño sitio en que el tiempo discurre hacia el costado. Allí los hechos subvertían invariablemente el adagio de rigor de lo sucesivo; esa extraña complicación formulada por Newton. Vale decir que había reacción sin acción o viceversa. A la muerte no le seguía el olvido o la desaparición. O podía ocurrir que uno zapateaba y alguien se enamoraba, si se arrojaba agua al suelo, clareaba el arco iris. La predicción no existía por allí; en ese espacio la ciencia no era posible. Nada admitía el rigor de lo racional, ni el más mínimo o formal control. Había buscado ese lugar para saciar mi propia y egoísta pasión por demostrar que esa idea era básicamente factual. Quería amarla allí y llevar a cabo todo lo que hice para lograr lo que en el ordinario mundo sucesivo resulto en su olvido.

Tenía esa esperanza y me aferré a ella. Si en el tiempo real yo la había querido y solo pude advertir de su parte desdén tal vez en ese sitio sucedería lo inverso, tal vez… me senté en el banquito inmóvil toda la tarde. El dilatante juego del péndulo me ubico en otra escena. en un bar llamado la esquina en la calle 47 en la Plata. Después del café fume un cigarrillo y tras exhalar las primeras volutas se me acerco un chico de unos seis o siete años a la mesa. Lo mire mientras el replegaba los extremos de una pequeña hoja. Su hermana apenas unos años mayor recorría las mesas vendiendo unas chucherías curitas, alfileres, lapiceras. Me quede en silencio siguiendo el planear de sus manos haciendo un doblez tras otro. Hola le dije de pronto, el me contesto bajito. Como te llamas pregunte- inmediatamente proseguí eso es un avión. Si –respondió- te lo regalo. Su hermanita llegó inopinadamente le tendí unas monedas sin saber nada mejor que hacer, reconociendo en esas caras las de otros a los que he enseñando matemática o física en jornadas que ya ni recuerdo en su cabalidad pero cuya impresión moldea mis pasos y me rescata en horas de declive. Al irse doblaron la esquina y los perdí de vista. Mecí el avioncito contra la mesa. Me maldije a mi mismo de las horas perdidas. Me recordé unas breves palabras.

Minutos después, una pequeña de ojos tristes con su hermanita me increparon, una con un rosario (¡vaya equivocación para interpelarme!), la otra con una cajita repleta de pañuelos descartables. En menos de media hora regresaron ambas parejas de niños.
La 47 y la 8 es una intersección peatonal. Al salir uno avista muchas cosas. Se cuestiona a sí mismo cuál es la gracia del tiempo que perdemos en charlatanerías, en ubicar rostros, en procurarnos favores. Caminé hasta que descubrí la 46 y enfilé hacia la san martín. Otro lugar al que acudo cuando siento el discurrir de la soga en mi garganta. Un hombre gris, rubicundo, de mentón afilado y paroxístico, me anotició de este lugar en San Pedro en mi pequeña ciudad. Claro que no era el único, advirtió, además de las dificultades que comportaba el hallarlo. Caminé y me detuve ante los acordes de la letra de ese tango Chiquilín de Bachin de Ferrer. Hace poco en un artículo de Armando Añel Guerrero Radiografía de una apariencia, se anotaba en relación a tres trovadores cantando Yolanda de Silvio Rodríguez y una pareja de clientes: “El trío, a unos escasos metros, aborda la conocida canción de Carlos Puebla dedicada al Che, mientras sus clientes, sus supuestos y educadísimos clientes procuran hacerle entender que les importa un bledo Guevara o Yolanda, el Faro de Alejandría o la dictadura del proletariado.” Y concluye “Música para turistas. Música negociada en los altares de la calle Obispo. Música para extraer de los bolsillos de la izquierda latinoamericana unos cuantos centavos de propina. Música para vender lo que ya no seremos a los que no quieren ver lo que somos.”

Inquirí cuántas veces el aplauso calla el grito del canto; a las verdades dormidas de la poesía, las hunde en el olvido. Esto merece una ambigüedad clara. La verdad radica en la combinatoria. La letra asume carácter en los hechos. El hombre mundano hace diferir en la asociación la inteligencia de la memoria cuya raíz de la inteligencia. Si advertimos el carácter contrahegemónico de ciertas composiciones, es notorio que no puede terminar en la satisfacción egocéntrica del placer estético. Este placer debe derivar en la ética. Hay individuos que se regodean de su gusto estético por vanidad, no porque le importe un bledo el desembarco en un manglar allá por 1957, el asalto a La Moncada o simplemente el fusilamiento de un tipo en plena ruta. No porque verdaderamente amen o sientan los amores de oficina, el no estar sola, la magia de un encuentro inopinado o la entelequia de dos que son como uno. En algunos casos son un medio para satisfacer otras pulsiones individuales y egoístas. Vale decir que el otro más allá de la composición o la letra bien pulida les importa un carajo. Se remiten al momento de la melodía acompasada y pomposa, de la letra estridente muy acomodada y libertaria, a la cháchara posterior y después se extinguen los fuegos, se diluye el capricho. Al cabo del tiempo yo descubrí que mi memoria es vasta pero mi capacidad de combinar ambos niveles, escasa. No soy un hombre inteligente, solo memorizo cosas. Espero que por lo menos atesore algo de lo que dejo translucir aquí para no librar en la agonía una exclamación dichosa en la aclamación de unos instantes y de un placer personal y solipsista.

Transcurrieron dos horas. Transcurrió la visión de los niños, de la esquina, del bar… Todo muy bien, ahora, ¿como vendría ella hasta aquí para comprobar el efecto de esta vergencia del tiempo? Era imposible. El experimento jamás llegaría a concretarse. Clavé el rostro hacia el suelo. Recordé unas breves palabras, dos citas y un cedacero. Si un griego como Platón en Cratilo pudo recordar que no hay una necesaria conexión entre las cosas y las palabras entonces no estamos tan perdidos. Me detuve en la esquina sin bruma en que la arena dejaba su paso a la tierra. Una lágrima discurrió por mi mejilla, luego el mentón y al caer, una flor emergió entre un médano, se oyó una risa, un hombre enfrentó unos ojos que conocía desde hacia mucho tiempo y amaba, cayeron muros, se derrumbaron monopolios. Me tropecé antes de la próxima esquina; el zapato se me rasgó. Es la tercera ley de Newton, me dije, y continué en silencio.

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