viernes, 1 de mayo de 2009

Clivajes en el otoño (I)



Afirman que la autoreferencia es signo de declive. En una de las tertulias sobre el destino del tango se reprobaba que éste constantemente se refiriera a sí mismo casi compulsivamente y se señalaba con razón que esto marcaba a las claras que el tango había perdido su materialidad social.

Yo referiré hoy a Clivajes de Otoño con la certeza de que tal vez esta premisa se cumpla de algún modo. Clivajes surgió allá por junio del año pasado con el propósito de saciar ciertas inquietudes generales pero también íntimas en lo que refiere a la exaltación personal, no solo en relación a lo que sucede en el mundo sino a explorar las múltiples posibilidades de los ínfimos detalles que lo pueblan. Más de una vez en este ejercicio me he descubierto a mí mismo en torno a esas circunstancias. Ortega y Gasset pregonaba que el salto de la filosofía desde el subjetivismo ilustrado requería la incorporación de una relación recíproca entre el yo y el cosmos. La noción de subjetividad solo puede construirse en relación de un escenario en el que los objetos y la intimidad del sujeto se encuentran para definirse el uno al otro. Yo he definido objetos pero esos objetos me han definido a mi al punto de reconstruir lo que yo soy y la visión que ese soy le ha concedido a los hechos que referí en este tiempo.

La crónica de Clivajes se inicia con una referencia a la nieve en Buenos aires un hecho tan anecdótico como casual; significativamente el año en que este fenómeno se dio por primera vez en Buenos Aires coincidía con el nacimiento de una de las personas que ha marcado mi destino, a quien aun añoro y espero. Durante los meses siguientes trate de escribir con una prosa cotidiana, haciendo referencias circunstanciales de posturas o situaciones en las que se componían estos artículos. Cedí no obstante a mis retóricas idealistas y descubrí también a personas que me marcaron ese sueño con su inteligencia y hasta con su cariño. Conocí que esa querencia puede asumir múltiples formas y múltiples desengaños.
Dos notas me han suscitado un orgullo un tanto injustificado. Aquella que versaba sobre las peripecias de aquel hombre que conoce el amor y lo pierde, recurriendo constantemente a esa escisión casi compulsivamente y la última, la mas personal, en que se evalúa el ejercicio periodístico, también desde una visión un tanto ingenua y melancólica, partiendo con certeza desde lo negativo para encontrar los fundamentos del oficio. Fundamentos que son, si no me engaño, demasiado personales.

Las notas han sido tan heterogéneas que, incluso, he llegado a dudar de su valor. Disquicisiones incita a la relación ad infinitum que yo acostumbro como epidemia mal curada. Si el arte de la magia se ve como un prodigio que deshace la opresión del tiempo que pasa, mitigando voluntades, destruyendo lo propio, las felicidades y los aciertos, quedaba una credulidad en sus líneas acerca de la efectividad de ese propósito. La consideración de una sombra del razonamiento que encuentra similitudes entre las porciones más pequeñas y el cosmos se entiende como curiosidad especulativa.
Del amor se ha hablado también en ese tono. A veces con la precaución de Minerva que de la sangre herida hace fluir la inspiración, otras como atisbos de una felicidad pasada. En verdad esta elección es estética; no creo en los poemas escritos desde la dicha son atroces y cuando no deshonestos. Alejandro Dolina vituperaba estas incursiones y yo creo que lo sigo con denodada convicción.

He denostado la nostalgia en virtud de la melancolía casi como postura ética sugiriendo colocar el candil por encima para iluminar el camino presente para sospechar el futuro pero nunca por delante iluminando el pasado las huellas que se derriten sobre la acera ni tampoco por detrás para concentrar la atención en el porvenir. Algo de eso pervive en Anotaciones de la edición misceláneas de la Metamorfosis de Kafka y quizá en algún otro que ahora se me escapa.
Los tratados políticos también se han insinuado. Como Vazeilles pienso que los argentinos tenemos pendiente la tarea de revolución social que adquirió gran fuerza en la década del setenta. Tanto dolor no ha mermado esa sensación de cuenta por resolver en el devenir histórico. Y allí se despuntan A la generación del setenta u Otra condena en aquellos días en que canal siete televisaba el espléndido juicio a los genocidas Bussi y Menéndez. La realidad colmó cada línea pero jamás la condenó al ímpetu soberbio y descarado de sostener lo establecido con un crónico cinismo pendular a que nos incitan los discursos diarios.

Por lo demás Clivajes intento anteponer su honestidad a la perspectiva herrumbrosa de los días venideros y grises…

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