viernes, 17 de diciembre de 2010

Recapitulación



Hace un tiempo se publicó en España un delicioso manual de periodismo. La sentencia que lo inspira consta ya en este blog: un periodista lo es en virtud de no haber podido ser otra cosa. De hecho, conviene creer que el periodista siempre buscó un destino diverso (tal vez la entelequía de ser todos y cada hombre) obteniendo como ingrato castigo el de ser solamente, en el mejor de los casos, el hipótetico escriba intentando intermediar los fenómenos mediante el verbo con el propósito de comunicarlo a los demás hombres.
Como no somos ingenuos, admitiremos que la intermediación en poco refiere al fenómeno y -a veces- llega a prescindir del mismo. Un oficio de fracasados roza el íntimo nucleo de la significación del ejercicio periodístico sin abandonar la fina ironía hacia la estimación que el practicante tiene de sí mismo. En última instancia todo su rodeo no es mas que una mera excusa para concordar con la conclusión de Martín Leguineche: “el periodismo es el trabajo de las tres ‘d’: divorciado, desequilibrado y dipsómano”.



¿Un oficio de fracasados?
Fuente: http://www.reporterodelahistoria.com

Recientemente en un taller de periodismo narrativo realizado en Lima, el escritor mexicano Juan Villoro contaba que un profesor en la universidad los conminaba a estudiar augurándoles un futuro sombrío y mediocre de no hacerlo: “Estudien, muchachos, o van a acabar de periodistas”, les decía.

A mí, en cambio, me sucedió todo lo contrario. Cuando era niño, casi adolescente, escuché de labios de mi profesora de literatura la mejor historia de aventuras que a esa edad uno puede escuchar y que ya adulto descubrí, para mi asombro, que era tan real como la vida misma: “En una isla remota pérdida en un mar todavía más remoto, un volcán amenaza hacer explosión en cualquier instante y destruirlo todo en cuestión de minutos. En medio del caos y desaliento que semejante cataclismo ocasiona, sólo existen dos clases de personas: Las que quieren abandonar la isla a cualquier precio y unos locos que luchan desesperadamente por ingresar a ella. Estos últimos se hacen llamar periodistas”. Inmediatamente después de esta maravillosa introducción, se puso a hablar del periodismo como género literario.

Fue la primera vez que escuché, seria y elogiosamente, de la labor del periodismo, el ‘mejor oficio del mundo’ como lo llama Gabriel García Márquez. Sin embargo, siendo sincero, debo confesar que son pocas las ocasiones en que he podido repetir la experiencia escolar ya que, al igual que a Villoro, me ha tocado tener que escuchar y leer los peores dicterios, incomprensiones, inexactitudes y prejuicios sobre los periodistas y su trabajo, que no serían tan sorprendentes sino fuera por quienes los pronunciaron. ¿Por qué? ¿Qué hay de incomprensible en el periodismo que despierta pasiones tan encontradas entre las mentes más preclaras?

Hoy que tanto auge tiene el periodismo literario en el mundo entero, resulta irónico recordar que quienes lanzaron las puyas más ácidas fueron escritores. ¿Qué llevó al gran Balzac a afirmar que “el periodismo es una inmensa catapulta puesta en movimiento por pequeños odios”? ¿O a una inteligencia como la de Voltaire a decir que “los periódicos son los archivos de las bagatelas”, algo que cualquier historiador podría fácilmente desmentir? Chesterton, con su habitual humor inglés, se refería a la inutilidad de nuestro oficio cuando expresaba que “el periodismo consiste esencialmente en decir 'lord Jones ha muerto' a gente que no sabía que lord Jones estaba vivo”. Al igual que Miguel de Unamuno, que sentenciaba que “el periodismo mata la literatura”. Pero si hay una frase que resulte verdaderamente peregrina, esa es la de su compatriota, el dramaturgo Alejandro Casona, para quien “los periodistas sólo acuden donde hay desgracias”, lo que no es sino una interpretación asaz equivocada de nuestro trabajo.

Algo muy semejante es lo que dijo Leopoldo I, el primer rey belga: “Los periodistas, como las moscas, son más inoportunos que perniciosos”. Por supuesto, de eso se trata, de importunar cuando se debe, como lo comprobaría medio siglo después su hijo, Leopoldo II, el soberano recordado en la historia por el espantoso genocidio que sus afanes colonialistas desataron en el Congo y que los diarios de todo el mundo no se cansaban de denunciar. Sin embargo, más duras fueron las palabras de lord Macaulay, un político inglés del siglo XIX: “el periodismo es un oficio fácil: cuestión de escribir lo que dicen los demás”. Palabras bastante inauditas viniendo de quien también fue un respetable historiador y… periodista.

Tal vez por esto último, las que resultan ciertamente extrañas son las voces de los propios periodistas, como la del uruguayo Marcelo Jelen que, desengañado del oficio, en su libro “Traficantes de realidad” escribe: “suele decirse que las noticias son hechos, pero no lo son. Así como el pan es harina manipulada para que el público la coma, la noticia es información manipulada para que el público la consuma”. O las ambiguas y mordaces de Mark Twain, el autor de ‘Tom Swayer’: “Habiendo fracasado en todos los oficios, decidí hacerme periodista”. Tan insólitas como las del español Manuel Leguineche, quien se toma el pelo a sí mismo y a todos cuando declara que “el periodismo es el trabajo de las tres ‘d’: divorciado, desequilibrado y dipsómano”.

Sobre esto último, lo de dipsómano, ya alguien ha señalado que la época de la bohemia terminó y que si “antes los periódicos se hacían a base de tabaco, café y alcohol”, hoy los jóvenes saben que los tiempos son otros y que el perfil mínimo que se les pide obligaría a muchos a volver a las aulas. Pero estos juicios, por más que provengan de notabilísimos personajes, son los menos y ya sabemos que inexactos. Son muchos los medios que hemos tomado como emblema aquello de ‘afligir a los confortados y confortar a los afligidos’, que es la mejor manera de definir nuestra misión de sacudir conciencias y ofrecer respuestas.

El periodismo es en la actualidad muchas cosas, pero en esencia debería ser la mejor herramienta que tiene el ciudadano común para defenderse de los abusos del poder, velar por sus derechos y expresar su opinión en los asuntos que nos conciernen a todos. Por eso, cuando Rodolfo Serrano habla de un ‘oficio de fracasados’ no se equivoca. Para nosotros es un fracaso diario, una frustración constante cuando fallamos en estos tres objetivos. Un fracaso cuando falta un dato. Otro cuando faltan ideas. Ni hablar cuando alguna pregunta quedó sin respuesta. Ya no digamos cuando nuestros textos salieron pobremente escritos. Además, trabajamos conscientes de que en este trabajo sólo hay dos verdades absolutas: que, como dice el maestro Kapuscinski, los cínicos no sirven para este oficio (los Jason Blair son un desagradable accidente en la profesión) y que nada es más viejo que el periódico de ayer (así que a trabajar después de ponerle punto final a esta nota).

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