jueves, 16 de diciembre de 2010

La provisoria perennidad

Escribir una columna supone -a prima facie- transcribir una impresión momentánea e imperecedera en virtud, pura y exclusivamente, de la misma doble implicación. Solo por ser momentánea es imperecedera, a condición de no perdurar más de lo necesario. Este alegato, sin embargo, parece fácilmente aplicable a toda producción escrita. La diferencia, no demasiado sutil, reside en distinguir la lógica instantánea de la columna con el mecanismo inherente a la escritura como ejercicio. Esta ultima comporta, intrínsecamente, un modo de producción siempre cambiante, cuya metamorfosis es propia de la naturaleza sucesiva. En ello no es aconsejable confundir la magna labor de la maquinaria retórica antigua, la planificación textual, con el acto mismo de imprimir los signos en algún soporte material. Dicho sea con otras palabras, el tema o conjunto de temas puede sostenerse independientemente de la disposición, elección y concreción de los elementos lingüísticos puestos en juego al momento de escribir. La momentaneidad de la escritura ostenta, como se sabe, un carácter puramente exógeno a los ejemplos en que se aplica y así da lo mismo en la ejecución de una carta, una novela, la nota para el mercado o un simple telegrama. Ese rasgo fulminante suele castigar con la inmanencia a todo acto de escritura. Es un lastre siempre a cuestas.

Desechada esta posibilidad de equívoco, diferenciamos lo instantáneo junto con la construcción histórico- social del impulso que conlleva a la emoción del registro, que generó la conmoción: el estremecimiento de la sensibilidad, de la acción espasmódica instantánea y meditada que procede a la elección de los diferentes signos con que se configura un texto. En lo primero, el fenómeno social revela el arista significante que lo constituye, el sentido; el columnista pone en juego esa dimensión significante del fenómeno con su propia subjetividad, otros textos y otros fenómenos a disposición mediante un a perspectiva comparativa. Todas las lecturas posibles le son pertinentes para guiar su percepción en esos primeros instantes en los cuales elige con qué referencias confrontará y determinará el valor de lo captado.
La especificación antedicha tiene un valor agregado, porque si bien es meramente aclaratoria en lo que refiere a ambos mecanismos para evitar tomar uno por otro y asimilarlos (en realidad la columna y su manufactura contienen la especificidad de lo escrito), la concepción de instantaneidad buscará desfragmentar una hipótesis correcta pero mas aplicable al ámbito de la columna y su singular línea de acción.
Julio Cortazar infirió que un cuento se asemejaba mucho a una fotografía. Se toma una fotografía y el gesto humano que conduce la máquina permite captar el instante que hiere la sensibilidad del portador de la cámara. Instante o escena frente al lente. Si comprendemos lo expuesto, esa capacidad de la fotografía de extender el imperio de lo instantáneo a lo imperecedero, de mantenerlo en el papel, alienta la doble implicación. Lo temporal (tanto mas dilatado sea) y lo eterno generalmente no condicen. El cuento sugiere un recorte y esa sugerencia le da la razón a Cortazar aun cuando la fotografía no genera en sí misma, en su materialidad, un relato, sino que su potencialidad es, más bien, de índole descriptiva. Pero creemos que Julio hablaba de ese detalle específico de la impresión y el recorte, puramente fundado en la acción, que tiene un cuento. La novela, por otra parte, con su desvelo descriptivo, su reconcentración por las variantes subjetivas de los personajes, se aproxima mucho más a la fuerza de la fotografía.

Se puede advertir, sin embargo, que referimos dos instancias diferentes: la novela alude a las consecuencias de la fotografía y la identificación de la foto con el cuento, explora la símil esencia de sus concepciones. Una refiere a espacio y diversidad posterior; la otra a temporalidad y al carácter de unidad, con cierta autonomía del valor de duración, al equiparar lo mas ínfimo con lo interminable. La acción del cuento ya no encontraría su parangón en la fotografía donde la transformación brilla por su ausencia. Se trata de un elemento por fuera, aunque el carácter metonímico entre la concepción del cuento y lo específico fotográfico no desaparece. Vale decir que todo lo demás que se añade al cuento ya no entra en esa igualación. Algo similar sucede con la novela al incluir, como el cuento, la transformación y donde, si bien hay un recorte del objeto, la extensión y las peripecias propias del género, la alejan de la fotografía, de la instantaneidad. El cuento, en cambio, se ajusta un poco mas a semejante exigencia.
La columna, por su parte, insinúa una mayor pureza en la aproximación comparativa con la fotografía. No hay transformaciones en ambas y el valor específico de la columna (no así en su variante ensayística) se acerca a la persuasión, quiere generar una convicción, en torno a algo, una postura similar a la sostenida por el autor; busca atraer, generar un consenso y, para ello, recurre al efecto de enganche, a fin de conseguir la interpelación del sujeto. Pero también se observa que el valor descriptivo de la argumentación en la columna, tiene mucho de esa posterioridad en el efecto de la fotografía a la hora de evaluar su recepción. Por lo que hablaríamos de dos elementos singulares, parejos en uno y otro: la instantaneidad del impulso que los genera y la interpelación del sujeto en la recepción al que tanto la columna como la fotografía quieren entregar una prueba o un alegato y conseguir el acuerdo del espectador. La fuerza generativa en ambas es lo interesante, lo que me propongo remarcar, no tanto la capacidad de de inducir un parecer.

Veamos que tiene de singular este impulso emergente. Primeramente lo instantáneo, tal como señalábamos al principio, salvo que la caracterización de este atributo, si bien guarda relación con los mismos vértices en ambos casos, el orden de trascendencia y de manifestación suele variar. Tanto la fotografía como la columna involucran la observación, la impresión y el análisis vertiginoso de esa impresión que deviene en el estremecimiento de la sensibilidad. En el caso de la fotografía, la observación se sitúa en primera instancia para dar paso a la impresión que tiene como resultado, luego de un análisis fugaz, la conmoción de la subjetivad. Este orden se subvierte en la columna, pues si bien la observación continúa encabezando el conjunto, aquí el análisis fugaz y la conmoción subjetiva vienen antes de la impresión. Un ejemplo de esto puede ilustrarse con el caso de la fotografía que se toma repetidamente para lograr el efecto subjetivo deseado: aunque la impresión sea la misma, la herida en la sensibilidad del columnista se encuentra mucho antes que la mano ejecutora del movimiento al materializarla; en la fotografía el reflejo de gatillar es anterior (no mucho y a veces ambas se tocan) a la conmoción, mientras en la columna la inquietud generadora a veces no es tan nítida en la impresión que luego la materialidad construye pero que, al principio, es mas bien confusa. Propongo el ejemplo de la foto no espontánea: la impresión aquí se arma y luego, de acuerdo a ella, la sensibilidad es restañada para registrarla mediante la técnica fotográfica. No hay espontaneidad siquiera en el detalle que hiere la imaginación de quien la produce. En la columna, si bien la emoción original se va puliendo en la medida en que la impresión brinda más puntos a considerar, así como la interposición de otros textos, no hay intención de modificar el punto de partida sino de purificar la raíz sensible que dio lugar a ese proceso. Sin lograrlo nunca, claro esta. Se entrevé que la fuerza original tiene una relevancia innata en la columna y es su línea fundadora, su propósito, la trascendencia argumental añorada en el sujeto interpelado. En cambio la fotografía jamás se propone (por sí misma) la convicción, para reforzarla o modificarla, sino conmover e informar, ejercitar, a modo de prueba, la constatación de lo que estuvo (o fue) en algún momento.

En este punto está la variable insalvable que separa a la columna de la fotografía aunque estén emparentadas en todo lo demás. La fuerza probatoria de la foto (circunstancia muy temida por todos porque nos expone a la mirada inquisidora y extrapola lo privado a lo público) no se halla en la columna que, a pesar de intentar capturar la atención en el lector y generar una postura similar a la sostenida por el autor, y para ello argumenta y ofrece pruebas, nada es tan contundente y preciso como la fotografía. Con ella no hay discusión posible; sí con el cuento, sí con la columna.
Distinta es la situación de los textos (y yo me inclino por ellos) que conmueven; no ignoro, por demás, que la función emotiva también requiere de unos principios, pero estos ya están en el espíritu y la conciencia del lector, de ahí la diferencia. Aun si lo conmovedor del texto es novedoso para quien acomete su lectura, la esencia de ese conocimiento contacta la raíz mas profunda respecto de unos pocos tópicos de los cuales se alimentan casi todos lo temas literarios, la poesía y en general la expresión del ser humano.

Sigo en la analogía del impulso inicial, el cabo de esa fuerza que se cristaliza y, a la vez, mitiga en la columna así como en la fotografía, pero que en alguna parte de su concepción, y por estar involucrada en ella, hace que lo instantáneo se convierta en eterno. En este sentido me impresiona en mucho un párrafo de las Crónicas del Ángel Gris donde se habla de igual tono de los amores fugaces, de su eternidad en el alma. Quien se apunte al texto hallará, otra vez, la misma igualdad ya sugerida por Borges en las historias del rey y el mendigo, de la nada y la plenitud, demostrando como lo ínfimo o inexistente, una vez mas, se corresponde con lo máximo, el cero con el infinito.

Una primera huida nos habilitaría a pensar los puntos en común como resultado de la naturaleza compartida por ambos de ser construcciones abstractas del intelecto humano sin referentes reales en el universo. Así como un triángulo equilátero o un rectángulo. Si esto admite cierta plausibilidad, probablemente sea (en parte) porque las comprobaciones para el intelecto pueden derivar de construcciones previas del mismo. Lamentablemente, o no, la matemática sugiere siempre un valor real no comparable con otras construcciones, de modo tal que las sospechas teóricas derivadas de ella siempre se hilvanan, con cierta pertinencia, con otra teoría sin referentes por fuera, a diferencia de otras disciplinas cuyos postulados dictaminan conceptos de otros conceptos en la evaluación o referencia de circunstancias reales y bastante trascendentes en cuanto a la integridad del sujeto. De ahí la derivación libre, sin pruebas materiales, sin existencias reales, mas allá de la conjetura aproximada y alocada de unos cuantos, distorsiona y daña gravemente la capacidad de incidir sobre lo real, sobre lo material. Recuerdo la aguja hipodérmica de Adorno donde las bases teóricas aunaban el psicoanálisis con el materialismo dialéctico y recuerdo también su estrepitoso fracaso al determinar, sobre la generalidad, los casos particulares, y al considerar algo por fuera de lo real cuya evidencia es la de un postulado como factor determinante, y transformador a partir del autoconocimiento, de la influencia de los medios sobre el público. No niego que en un principio es simpática y atractiva pero su generalidad inaudita, no desde el materialismo dialéctico que insinúa lo contrario sino desde la otra disciplina, a partir de la conexión de postulados no comprobados con la materia real a disposición, solamente conduce a disparates conceptuales y, por fuera de Adorno, su fuente psicoanalítica, transforma la teoría en un omnímodo capaz de convertir a sus devotos en los nuevos clérigos del siglo XXI en Argentina. Paradójicamente tanto el psicoanálisis como la abducción, aplicada en el contexto del paradigma indiciario, y unida a la fuerza de la observación y la constatación (no interpretación) de las pruebas reales, tienen una raíz común. No obstante mientras la segunda baja a la tierra (la diferencia está en el cotejo y la derivación, contrastables desde el vamos , de los elementos a consideración de una y la interpretación caprichosa de la otra) la primera se satisface a sí misma constantemente y cuando intenta recurrir a algo, o alguien, por fuera de ella, lo hace a partir de lo mas difuso de su manifestación vital, interponiendo otra vez su prescindencia en la evaluación de lo real.
La columna tiene algo de eso en su fuerza inicial, salvo que la referencia hacia la multiplicidad de textos no sacros, otras observaciones, argumentaciones derivadas de pruebas, la acercan a la solidez fotográfica y al materialismo más que a un sueño disparatado. Y es posible también que el registro de ese estremecimiento hable de sí mismo, por sí mismo, sin desprender exhortaciones hacia el sujeto interpelado o si lo hace veleidosamente sin mayores pretensiones. Actitud que ciertamente la redime del esfuerzo ingrato de persuadir constantemente.
Me concentro también en las estrategias y armas utilizadas para defender una postura. En esto tiene que ver mucho ese impulso primigenio. El talento es un arma poderosa pero solo sumada a la capacidad de rastrear y poner en evidencia el desatino, de atraer la convicción hacia lo cierto, de fomentar la inclusión e incitar la sensibilidad. Ahí hay otra línea que la acerca a la fotografía, unida a la posibilidad de registrar el instante, aun preparado, que es siempre la referencia de algo que tuvo existencia real.

El principio de esa fuerza, su momentaneidad, posee un atractivo singular. También resulta sumamente dificultoso referenciarlo con palabras porque se articula en base a una reducción inasequible para los sentidos, y muy particular, que se transmite a costo de mitigarla y de desprender variantes en los que la reciben. Su misterio es hondo para indagarlo en un solo artículo, originado también en el estremecimiento ante la sospecha o la certeza de que ese instante existe como premisa de la escritura de una columna. Resolverlo requiere indagar, además, en la expresión y en lo estético.

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