martes, 21 de diciembre de 2010

Los ecos del látigo


Hay dos lógicas en pugna. En Villa Soldati, en nuestras almas, en el mundo. No importan las máscaras o las formas perentorias asumidas por los parroquianos, en concordancia con el foro o el recuento de posibles suscriptos. Una reparte unas nociones bien conocidas por todos nosotros y que si no fuera porque los años nos han hecho saber de las injusticias y la crueldad, serían incuestionables.

El otro existe. Está ahí afuera. Y en su hermetismo (infernal, acaso) es un desconocido, en su mirada desconfiada de siervo que teme al forastero pero que también se teme a sí mismo, a su espejo y ritualiza la muerte y esconde en su mirada huidiza un cierto recelo hacia el espacio circundante, es posible reconocer una diferencia. Yo diría, sin querer innovar demasiado, que en efecto hay una diferencia. Hay signos de una injusticia inmemorial insoslayable ,aplicada sobre la carne envuelta por las cicatrices heredadas y acalladas. Un pasado que se repite espiralado, severo. La mirada ajena, ese nosotros artificial, si se quiere, sumamente arbitrario, no es menos misteriosa para los ojos esquivos del otro. Y en tanto esas corneas no acaban de alinearse, se procede a ignorar, se vuelve a procurar la diferencia de rango. Se repiten los ecos de los antiguos atardeceres.

Es claro que esa mirada hacia el otro es impostada. No proviene de nosotros puesto que no la hemos conformado, ni incitado. La retracción del rostro, el trato reverencial no constituyen gestos esperados de la acción propia del individuo. Se presentan sin que se soliciten. Se ejecutan irreflexivamente. Pero curiosamente son previsibles, a pesar de no mediar un incentivo concreto.

De allí la costumbre tan hospitalaria con los discursos del rango, de la calidad. De allí el gesto obsceno de la periodista Sandra Borghi. La inequívoca conmemoración simbólica de una violencia, de un daño, que por estas horas es impopular pero no se halla extinto. Se nos aparecen los ecos del látigo y la sangre derramada cuya legitimación nunca tardó demasiado en encontrar la mirada corta de la memoria reaccionaria. Porque nuestros señores sabían con certeza que si las generaciones posteriores no atestiguaban la crueldad fundante del servilismo y la disparidad, bien se la podría presentar como confutada y base propicia de una distinguida igualación. Base que paradójicamente profundiza aun más la desigualdad.

La clave, como se sabe, radicaba en ocultar el origen de la mirada furtiva. Y, por otro lado, profundizar con la retórica de la igualdad, limitada por la imperiosa necesidad del orden y las buenas prácticas ciudadanas, el olvido. Se rezaba con atinada indiferencia que nunca había que igualar a los desiguales. La ambigüedad de la sentencia ciertamente la desfavoreció. Aplicada a nuestra lógica equivaldría a decir que resultaría inútil cuando no execrable igualar en obligaciones a quienes son desiguales en derechos por la existencia de una injusticia pretérita, cuya manifestación aparece hoy sublimada de la aplicación de los castigos corporales a la violencia puramente simbólica.

En virtud de ello se disputan las dos lógicas. El olvido y la igualación en obligaciones a los desiguales en derechos. La épica de la revisión para revertir la desigualdad. Por tanto puede arriesgarse que coexsiten dos perspectivas: una inclusiva, la de la patria grande, sostenida en el tembladeral del revisionismo, tembladeral de naturaleza reparadora de aquel despojo primigenio, despojo no visto por nuestros ojos, ni prohijado por nuestra conciencia con el propósito explícito de arrumbarlo en los sarcófagos inescrutables del tiempo. Otra, malhabida de aquella violencia no contemplada pero criminalmente intuida, participe indirecta de la confirmación y reproducción de la miseria de una derecha corporativa y enmascarada en todo el arco político.

Lo curioso es que esta segunda lógica -o cosmovisión- no comporta un nosotros y un ellos. Su perspectiva final expulsa el punto de vista original. En cierto momento, el nosotros desaparece. Todo el mundo es el otro. Toda diferencia queda abolida en virtud de la injusticia y ya no hay mucho más. Solo el vacío de lo uniforme, de la indefinición. La inexorable muerte del nosotros en virtud de la consumación incesante del espectro de aquel otro que
ya no somos nosotros y en última instancia serán todos.



Dejo estas dos últimas líneas de Filio alusivas:

"No sé bien... no entiendo bien, si estoy construyéndome un futuro o curándote un pasado... pero sé que este cuento no acabó... "

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