lunes, 25 de octubre de 2010

Musas glaciales




El amor, el sentimiento amoroso -en su reverberar- se parece mucho a una contradicción. Un revoloteo incesante que brota desde las fauces del sueño febril y la pesadilla. Una circunstancia sin tiempo. Con ese laconismo se constituye, toma forma. Se torna de un elemento perteneciente al vasto orbe de la eternidad en una manifestación temporal. Se filtra por los poros y se adueña del sujeto, volviéndose un fenómeno anclado en el tiempo de lo subjetivo y provisto de su respectiva dimensión histórica. Un fenómeno sempiterno que empieza y se acaba. Y mejor así, pues cuando se sospecha que por lo menos existió, el tremebundo ocaso es morigerado por la dicha indeleble de saber que el imperfecto reflejo de esa fiebre o de esa pesadilla adquirieron los condicionantes de la temporalidad.

El enamoramiento es casi un fenómeno empírico, un hallazgo. La clave epistemológica que origina un conocimiento particular imbuido de cierta universalidad. Pero resulta que esa doble condición, prefigura la raigambre del misterio. Si la virtud del conocimiento radica en su capacidad de prever idénticos efectos de idénticas causas, el enamoramiento se resiste a ello. Porque hay bocas semejantes. Porque ciertos rasgos se comparten. Porque las mismas inquietudes mudan de rostros y se encaraman en virtud de otros senos y otros labios, pero nunca se repiten. Y uno se enamora igual. La repetición de lo particular nunca es repetición. No hay ciencia en ello. Aunque algunos, más o menos previsibles, se inclinen hacia las márgenes de una misma costa. Y esta los atraiga como un imán. Aun así, repito, nunca el lugar se repite. Un detalle sinuoso, una depresión, un médano imprevisto, distinguen al uno del otro. Las peculiaridades.

Cuentan que Isolda se enamora de Tristan en el instante en que ve (o descubre) sus ojos. Previamente, desea matarlo por ser el infame asesino de su hermano. Al momento de blandir la espada sobre el torso de Tristan, observa esos ojos. Esos ojos que la cautivan y que, para fortuna de Tristan, anulan la ejecución. Descubrimiento furtivo. Serendipia.
Como el arduo debate por las musas que se orienta, alternativamente, hacia el pulcro ejercicio de la intelección o la destilada inspiración proveniente de las hijas de Zeus, moradoras del bosque cercano a Helicón, subyace esta discusión. ¿Qué vale mas: La inteligencia que procede por descartes, renuncias, reformulaciones o el inefable, ilusorio, espectral, inconcebible, capricho de la inspiración, de lo que se filtra desde lo eterno hacia lo temporal, y nos embruja, enloquece, nos hace creer que, al igual que los incendiados, arderemos eternamente en esa pasión que solo es capullo y principio de brote? ¿Vale alguna más que la otra?

El amor por catálogo es ineficiente. Me gustan las fulanas si son A, bastante B y exuberantemente C, es una inútil fabulación. O los delirios de un ser glacial, cínico y lo suficientemente macabro. Y eso habla de la escasa pertinacia de los estimulantes provenientes de la racionalidad mecánica en los lances amorosos. Cualquiera de ellos. No hay racionalidad. El positivista, en casos así (y en todos), es un ser perverso muy parecido a un refutador de leyendas. Y es mejor huir de ellos/as.
Insensato sería, a la par, negar el componente cultural de esa primera percepción. Y lo cultural es, como se sabe, producto de una elucubración intelectual acerca de lo que puede y no ser. Incluso de lo que algunos se permiten como desvíos o atajos del comportamiento vulgar y corriente.

Las variaciones no abogan por la unicidad del sujeto; a su vez hay muchos especimenes de similares variantes. He ahí el enigma irresoluble que no admite ni siquiera el estudio aislado del caso. Eugenio Trias propone algunas respuestas en su Tratado de la pasión (la virtud de aquel, diría Aristóteles, radica mas bien en las preguntas que se formula). Allí Trias considera al amor pasión desde lo fenomenológico y se remonta al principio epistemológico que describe la naturaleza implícita en la producción del conocimiento verdadero.

El choque entre ambas dimensiones o ejes sigue vigente. Como en la cuestión de las ideas que, en la optimista imaginación de algunos filósofos de entreguerras, pertenecen a lo eterno, el amor, sospecho, también. A veces se incorpora al sujeto y se vuelve parte del curso histórico. Como dice Orlando Barone solo somos sus portadores efímeros. Las llaves del llavero, varían. El pasaje por el cual el sentimiento se filtra de lo eterno a lo temporal es el misterio. La posible conjugación de lo intangible, lo cultural y lo fisiológico.

Queda una opción más. La hipotética afinidad entre el enamoramiento y los individuos que lo adquieren. Y a la par de esta, surgirán algunas otras.
El tirano tomará, quizá, una última precaución. Y exhortará a que nadie más pregunte por qué y ante quiénes, somos los portadores efímeros de la pasión. Del enamoramiento. Algunos de nosotros no acataremos. Seguiremos acompasadamente desvelados, descubriendo la silueta de ese enigma.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me quedo con dos frases del texto.
Una: La repetición de lo particular, no es repetición.
Otra: Insensato sería negar el componente cultural del amor.
Con respecto a esta última, siento que antes, (me refiero al tiempo de los que se enamoraron en los años 1950) se amaba con la cultura del bolero o del tango, con la ficción romántica, las grandes ilusiones y los sueños imposibles que hoy para nosotros serían mentiras increíbles o merecimientos de ir urgente al psicólogo.

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