miércoles, 20 de octubre de 2010

Libélulas entre llamas


Comenta Bioy Casares que la inteligencia no suele ser un obstaculo a la felicidad sino la imaginación. Convengamos que la creación artística requiere de cierta imaginación ¡cierto! aunque no menos cierto es el hecho de que la imaginación no requiere demasiado. Se puede imaginar con poco. La inteligencia solicita alguna cosa mas. Lo estético es expresión. El goce por lo estético requiere ciertas astucias expresivas; lo fenoménico, la experiencia, es mejorada por la creación artistica. Sin embargo los instantes en que esa creación se produce son tristes. Nadie escribe siendo feliz aun cuando suponga como Stendhal o como el autor de Amor y occidente, Denis de Rougemont, que cuando uno se enamora aguza su conocimiento del mundo. Siendo esta prepocisión verdadera, cabe decir que uno no escribe, no crea, cuando experimenta pues la creación literararia es la negación de la experiencia. No obstante convierte esa experiencia en algo infinitamente mejor. Algo que no fue ni será nunca y que solo sirve al goce estético. Esa creación permite aferrarnos al hecho pero ese recuerdo es melancólico.
Resulta, en todo caso, preferible la experiencia mas que el rigor de la perfección estética. Esta colección implica estos reparos. Consiente que retornan los paraísos en la creación artística, en la evocación de la musa, pero esa evocación, a lo sumo, es penosa y triste. Consiente que no hacemos todo lo hacemos solo para componer una milonga. Consiente en que algunas manifestaciones artísticas inspiran lágrimas y dulces y melancólicos razonamientos. Consiente que Poe se equivocó al decir que la escritura de un poema es un ejercicio de la inteligencia pero tampoco acuerda con la incorporeidad griega añadiendo cada musa a un repertorio de dioses demasiado remotos. Acuerda con cierto literato de Flores y con Graves: la musa, aunque cambiante, tiene forma humana y es mas real que nada en este universo.



1

De camino hacia la Biblioteca Nacional, por Agüero, está el templo judío Tzeire Agudath Jabad. A esa altura, la calle Agüero presagia el declive, más pronunciado ya hacia la Avda del Libertador. Un pequeño cantero hacia la izquierda de la fachada del templo convida a sentarse, a contemplar el paso de los transeúntes, a perderse en el confín de las esporas esparcidas, a fumar tal cual es mi costumbre. Allí un hombre ligeramente rubicundo, de pobladas cejas y los ojos bien abiertos y mansos (luego supe que era rabino), se me acercó y adivinando un cierto y persistente pesar, me narro esta historia:

“Un relato judío cuenta que un rabino solicitó a Dios ser testigo de la apariencia del infierno. Aquel se le presentó y le obsequió la visión del averno: abrió una ventana y del otro lado avizoró un enorme banquete con personas a ambos lados de la mesa. Por desgracia, estas personas tenían los brazos demasiado largos para comer los manjares que estaban sobre el mesón. El rabino se aterró ante el cuadro y rogó a Dios atestiguar sobre la apariencia del cielo. Aquél, en su infinita misericordia, abrió otra ventana y le dijo: “he allí el cielo”. El rabino contempló sorprendido: el cielo era exactamente igual al infierno. Una mesa se extendía con personas a ambos lados; todos tenían paroxísticos brazos, pero se daban de comer unos a otros con el alimento que tenían ubicado en el extremo opuesto.”
La diferencia es el amor, concluyó.

*

Las sombras cercan el espacio inconcluso. La voz aletargada se difumina en hondos bermellones entre los espacios iracundos de un cuarto conjetural. Recién allí la penumbra cobra su instante de máximo esplendor. Los rincones se iluminan en pequeños e inmemoriales crepúsculos. Algo olvidado parece renacer. Y hay quienes se refugian en una orilla sinuosa, furtiva.
Irresuelto es el aire de los cuartos. Porque irresuelta es la eternidad sugerida en ellos. Cuando se aparta y luego retorna. Todo ello sugiere la penumbra. Aunque no lo nombre, ni lo diga, pues no hace inventarios. Como tampoco se atreve a hilvanar los retazos de las siluetas que cada tanto se esconden en ella. Quizás por pudor. Pero ¿a qué le puede temer la sombra? ¿Alguien sabe? ¿A su propia inmensidad, acaso? ¿A la certeza de su enigma o conjetura? ¿A las pasiones desatadas o al carácter efímero del paraíso que cada tanto se erige en ellos? Esto último verdaderamente carece del menor sentido. Se los juro: la penumbra no recuerda ni el nombre, ni el rostro de los amantes. Jamás. Se marcha con el ligero toque de los cuerpos, con el aire entrecortado y el gemido a dos voces. Pero no recuerda. Su silente condición evita que las murmuraciones atiborren los salones y las tertulias, que susciten el enojo de los novios oficiales y a la espera. Se acurruca entre otras sombras y, en la convergencia oscura, conserva el aroma de los rincones y el tendal de suspiros. Claro, no los ampara por demasiado tiempo. Apenas una ligera resaca, el íntimo rechinar de los dientes apretados en las noches solitarias en un cuarto de hotel.
La penumbra es por ello (y por tantas cosas mas) absolutamente generosa. La memoria es el alma de los rencores y de los gritos de justicia y de la identidad. Pero la penumbra no los necesita. Ni a los gritos de justicia, ni a los rencores, ni la identidad. Pues en su seno hubo injusticias, rencores y olvidos. Y las contempló sin el consabido juicio, sin la condena de presagiar la forma de los pliegues del rostro del impío, ni los monstruosos ojos de los ancestrales culpables. Así como observó a los dos cuerpos. Así como a la fusión inconcebible. Así como al beso dilatado y los dientes y la lengua. Todo en ella guarda la misma forma, el mismo contacto, el roce, el perfume. La atmósfera conturbada enjugando el deseo. Todo se mantiene en la penumbra por escaso tiempo. Porque la ligera huella de esos encantamientos se confunden con otros, de otras penumbras con las que se funde. Y en esa conjunción se entremezclan, se confunden y en la unidad indeclinable, precisa, trágica, ya no son (si pudieran atestiguar) ni siquiera testigos válidos, en ocasión de cifrar cada estertor percibido. Fusión tras fusión. En busca de aquella oscuridad mayor, sugerida por los espacios insondables, cósmicos y a veces interrumpida por haces de luz tan extraños como infinitesimales. En busca de ese extraño equilibrio, de esa ausencia ya anticipada por la indiferencia de los astros.


*

Estabas dormida. Completamente dormida. Te miré en silencio suplicando que mi estertor no te despertara. Que no presintieras ese júbilo quijotesco del paraíso antevisto. Que no te sirvieras de él para infringir una herida de muerte. Recordaba al amante de Daniela y sus ataques de fiebre, los amores malavenidos y tristes, el renunciamiento y al tiempo que convirtió lo imposible requerido en un estorbo. En el solar de los cuartos contiguos urgía la vida, palpitaban los enseres; afuera el cielo se derrumbaba sobre la acera y las volutas de humo sacudían los pulmones. Los mismos transeúntes ejecutaban los mismos pasos. El olor del alcohol, el aliento maltrecho y los colegiales que retozaban los primeros tramos del dia de los enamorados. Sus inicios. Y eran entonces como debían ser: ajenos a la mentira, a las dimisiones ejecutadas en los bancos de viejos parques. Eran felices sin la premonción de los antiguos amores; aun rehuían al rigor de la certeza inmediata. Caminaban sin ver más que el uno al otro y cada tanto para provocar el deseo se animaban hacia los costados y soñaban. Al hacerlo reían y soñaban con otros universos y otras manos que los apartaban en una huida. Pero solo reían, cerraban levemente los ojos y se aferraban a la mano fraterna acurrucando la cabeza contra el pecho para alzar los ojos y aguardar la llegada de los labios. Las hojarascas atraídas en forma de remolino por el viento matinal insinuaban el largo invierno y la expresión de muerte de los viejos.

Estabas dormida. La escasa luz del cuarto se concentraba en la expresión de tu rostro. Expresión neutra que no disimulaba la generosidad cóncava de tus ojos que abiertos fueron los mas redondos que alguna vez vi. ¡Hipnotizaban tan solo al primer contacto! Así, de frente, me persuadieron el mismo instante en que los vi. O mejor dicho en que no los vi. Porque lo primero que recuerdo fue el revés de la espalda y un leve atisbo de la voz. Las piernas me temblaron. Vi al viejo Caronte y el Cocito. Al Dante despidiéndose de Beatriz y ensayando unas esplendidas cuartetas, a Orfeo volteando y muriendo. Y tus ojos redondos que en aquella tarde cuando el sol filtró el cristal vociferando sus odas de muerte cíclica brillaban con la claridad de una promesa a media voz, fueron el tronar de la existencia. La promesa de un deseo inconcluso, del aliento sugerido y milagrosamente conjunto. De la fusión inconcebible de Flavio, de la uña con uña, del diente con diente.
Imaginé el beso ancestral y ese fuego en la boca que remontaba hacia los primeros pobladores del mundo. Imaginé tus muslos trémulos, el vaivén y el volar de un pájaro inmortal. Imaginé mi cuerpo encarnado en el humo del cigarro que salía de tu boca y se dispersaba en cada minúsculo detalle del universo, conquistándolo, latiendo en cada rincón, en cada melodía. Imaginé como casi siempre en estos casos que el rigor de lo eterno no sería tocado como suponía Hardy solo por los matemáticos. Y el hálito se insufló al solazar cada una de tus palabras en la mesa compartida y al sentir (casi como una antevisión de lo que vendría) tus estremecimientos, el aroma de los romances viejos entremezclados a tu perfume cotidiano, el calor de los labios como puente solícito y la mirada cautiva de un eje invisible entre tu cornea y la mía. Ahora, en esta habitación, ese misterioso anclaje se había apagado por un momento. Tu rostro dilataba la paz del cuarto. Y por única vez te vi en realidad, vi la resolución de cada pliegue, de cada imperfección y de los contornos delicados y pálidos contrastando el furioso azabache. En ese instante de descuido te halle tal como alguna deberías haber sido. Y mientras los haces de ese albor renuente que te rodeaba exaltaban ese minúsculo instante involuntario de verdad pues yo debí haber dormido u olvidado ese vistazo, tu respiración aquietaba el entorno y las libélulas se mecían en sus ecos. Tus cejas no se arqueaban y tu pelo como alguna vez te dije lo prefería, se enlazaba libre a tus hombros y filtraba al descorrer por tus sienes y el flequillo pulcramente recortado enmarcaba ese fresco final, lo circunscribía, lo ordenaba ante la visión enamorada y estupefacta. Y si alguien inquiere por el pecho y los hombros alegaré que no puedo recordarlos, solo la cara, solo la disposición perfecta de la expresión. Pues no viene al caso rememorar lo otro, porque los paraísos recordados suelen ser tristes. Y en ellos aparece la voz perspicua de Daniela en la de Massey el día en que se tomó el primer vuelo y se fue para siempre. O la de Ulrica cuando de camino a Oxford Street anunció en el minucioso canto del pájaro, su muerte. En esos precisos instantes la dicha de haber hallado en Ulrica a la Anna de De Quincey perdida entre las muchedumbres de Londres, se torna melancólica y fatal. No apagó, sin embargo, el fragor de ese relámpago que penetró cada minúsculo retazo de los muebles y se incrustó en el parqué. Ni tampoco los gemidos o el estremecimiento morigerado por el abrazo y las ansias infinitas de detener el tiempo. De retenerte allí en la cama aunque lindara la desmesura de lo absoluto, desmesura propia de ese santiamén, extinta inmediatamente después. Extinta la agitación, la posibilidad de perderse en el otro con la impunidad de las tinieblas compañeras y el vértigo de lo incierto del devenir, de morder, de saborear, de catar y planear, de delimitar y degustar y cubrir los días postreros de cierta novedad. De calar hasta los huesos el rumor y la colonia de tu cuerpo, envolviendo la vida y a sus deudos, entre susurros y desafíos, promesas e incitaciones y barricadas; aun cuando afuera el mundo prosiguiera. Y seguiría -según imaginaba- con el estremecimiento de la piel sedosa de tu cuello y mi husmear hasta la declinación de los hombros. Seguiría en el hilvanado de tu sonrisa y tu voz curiosa, inquisitoria, tras una noche de cine. Seguiría en el wasabi y el chop suey. Seguiría en la tez de los amantes desconocidos y perdidos en medio de la ciudad. Seguiría en mi anticipación, en esa esperanza desterrada de los cobijos más profundos del alma.

Estabas dormida. Completamente dormida. Te reconocí de otras que he mirado sin prestar demasiada atención. Te observé apenas un segundo y me rendí a la sugerencia, a la inventiva del sueño propio que se alimenta de tu cara, desde esa noche, en ese cuarto, en el intersticio entre lo indeclinable y real con lo efímero.
*

En vida y obra


“Hay una dignidad que
el vencedor nunca conocerá”

Mil sonidos simultáneos acaban siempre pareciendo uno. Como el unísono. Percibido quizás en la distancia. Incongruentes por demás, las diferentes variaciones resultan, a la postre, insignificantes en su gradática exposición de matices. Tal vez sea una simplificación azarosa pero no menos cierta que la naturaleza uniforme de las cosas.

Empereciendo esa monotonía, se erige la fuente. Y la fuente redime esos acordes diferenciados que el oído entrenado percibe y suele disgregarlos, hasta convertirlos en meras etiquetas que sobriamente acusan los sentidos. Tal origen y sus preguntas constituyen, al fin, un vago recuerdo. Tan ambiguo, espeso, como la traición que vindica o busca mitigar.


Cuestión de una noche. Crucial noche. Era 24 de abril de 1977. Los contendores se situaron en dos mesas distintas. No demasiado recónditas una de otra. Un metro, acaso dos, las separaba. El otro, algo más tarde, se colocaría al pie de una barra semidifusa que se perdía de vista hacia los extremos. Nunca supieron de su batalla pues ni siquiera sabían el uno del otro y aunque el espectro colectivo que reseña, o reseñará, estos hechos los figure en un mismo tablón con la mirada cejijunta y aterida, entrelazándose en un hipotético punto del universo, ningún testigo puede precisarlo con certitud. Este privilegio o tragedia no le es inherente. Nadie puede certificar nada, lo repetido como verdad conveniente a la mayoría, pierde valor pecuniario al no ser silenciado por otra verdad mejor.


Aquella noche, tras las corolas, el patio, una pileta de aguas fétidas y oscuras, el manto púrpura del atardecer discurría sobre una ciénaga y se rehusaba a difuminarse del todo. Las sombras invitaban al peregrino a perderse en un lodazal inmemorial, en una inminencia o en un suspiro.
Ambos seguían indiferentes a ese espectáculo obstinadamente recursivo. No pensaban en él como yo lo pienso. No lo pensaban, refugiados, no sin impunidad, en la indolencia de la abstracción. El destino se cifraba en cada uno de ellos. Y como los amantes potenciales habían rubricado su tacto en las mismas copas, en los mismos picaportes, en un pequeño charco enfrente de la universidad. Y sus huellas, renuentes en apariencia, habían danzado incesantemente en el sueño profundo, en cierto aljibe, en la noche y los mares. Habían besado bocas obscenamente similares y cierto estertor otoñal los invadía durante la vigilia. Los ahogaba en las múltiples calles de Buenos Aires. Los obligaba a detener el paso y a respirar bocanadas de humo que ya habían sido aspiradas en otras esquinas superfluas y casuales. Tamañas coincidencias hubiesen merecido al menos un encuentro. En otro universo, más justo, menos precario, hubiesen compartido horas vacías paladeando la lúdica inocuidad del sofismo. No mucho más. No hubiese habido dagas ni espadas. Tampoco la cadencia de los diez pasos y el fusil. O el tablero con la partida ancestral. Pero aquello es y será una soberbia entelequia.
No transcurrió demasiado hasta que el hombre apostado en la barra fue abordado por un joven rechoncho, de aire siniestro, modestamente resuelto, que se sentó en una silla contigua con ligero aire anecdótico y se dispuso hacia la ventana. El muchacho no observó esa escena (bien dicho, la observó pero no le prodigó ninguna atención).


Más allá, el patio, las corolas y la pileta de aguas enmohecidas destellaban brevemente por el brillo de un quásar lejano. Aquellos dos conversaron, y la conversación fue imprecisa, con un aire de insomnio y de quieta mansedumbre. El muchacho levantó levemente la vista hacia el extremo de la barra, sacudió la taza de café, miró el reloj con cierta esperanza y volteó hacia el cariz indómito y gris de su reflejo en el amplio paredón de vidrio. Supo inmediatamente algo de aquel encuentro del cual era testigo. Si bien no alcanzaba a oír la plática circunstancial, se percató de que ya la había escuchado. Recordaba cada palabra, aunque no pudiese hilvanar la consecuente retahíla de oraciones encadenadas y provistas de algún sentido ligeramente contextual. La esfera perteneciente a la práctica concreta le era ajena; solo presagiaba ciertos vocablos dispuestos con la necesaria autarquía para ser apenas una enumeración aleatoria. Es digno de un cínico envanecer las ilusiones pero aquellos labios presagiaban cierta derrota. Derrota inevitable. Especiosa. El observador no ignoraba que en su caída estaba a su vez el sino de otras. De infaustas y monstruosas objeciones, dobleces, revanchas. No ignoraba que su condición de hombre prevalecía ante las palabras, sus caprichos o sus risibles quehaceres restrictivos.


Y sobre el bar sobrevolaba el atento buitre verdugo de Prometeo, con el pico ensangrentado por las entrañas. El fuego atemperado por la brisa impasible de aquel verano. La llama robada sugería un castigo. Una sanción. Exige, acaso, una cadena en lo alto de la colina, un ciclo. Eso nos han dicho como prevención (cierta sorna hay en esa advertencia) Parado ante los leones de piedra sin cabeza, ciego, aquel lo antevió con otro nombre y otro sexo. Y en cierto instante, el telón espejado de vidrio unió circunstancialmente sus ojos, encandilados por el tenue reflejo de un farol exterior que vacilaba sobre la acera. No se reconocieron. El muchacho apenas se sobrecogió por la sombra de la sombra de un presagio. El hombre contuvo la respiración, suspiró con dificultad y se volvió hacia el rechoncho. Esperaba de este la revelación que definiría el carácter y los pormenores de su diligencia tres días después.


Más allá las corolas, el patio, y la piscina de aguas enmohecidas y grises, la condición de un hombre era simplificada y efímera. El hombre de la barra pagó la cuenta y el rechoncho lo saludó con cierto dejo de antipatía o desdén. El muchacho no lo siguió con la mirada, ni se percató de su ausencia posterior. Garabateo apenas unos símbolos, una m sobre un fusil, practicó la firma de su nombre verdadero -su nombre ancestral- Esteban, y escribió un poema que constaba de algunos versos, reducibles, al cabo, a una sola palabra ya olvidada. Luego marcho tranquilo.


Esteban no distinguió ningún rostro la mañana del 27 de abril de 1977 en que un comando del Tercer Cuerpo del Ejército perpetró su domicilio de Vieytes al 300, secuestrándolo en plena madrugada. No reconoció a ninguno de sus captores. Excepto unos ojos que al sacarlo violentamente de la cama lo miraron fijamente. Parecían encandilados por el tenue brillo de un farol exterior.
Evocó, de pronto, unos vocablos inconexos, las corolas, el patio, una piscina de aguas enmohecidas y grises, un atardecer púrpura en la ciénaga que se negaba a discurrir, una eternidad que lo reclamaba en vida y obra.

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