martes, 9 de diciembre de 2008

Mas allá del amanecer...


-Pero ése era su destino. Crecer y hacerse hombre.

—¡Ya lo sé! Pero qué grande era antes y cuán pequeño es ahora. Cerami dice que la continuación natural de Pinocho es La metamorfosis de Kafka, aquel chiquillo volverá a transformarse pero esta vez en un insecto. Pinocho muere y con él muere la Belleza; y la Belleza, como dice Shakespeare, atrae a los ladrones y los asesinos más que el oro. De hecho, todos quieren matarlo.

Entrevista a Roberto Benigni. Clarín, 18 de febrero de 2001



Si el hada Turchina agitase una vez más su vara y el niño se convirtiese en un insecto gigante y extraño, no quisiera pagar el precio de ser salvado.
Si una mañana despierto entre la neblina y el ensueño de la lluvia, abarrotando los cristales dormidos de mi habitación, golpea la ventana de mi cuarto y mas allá la cerrazón del invierno, reclama mi presencia mermada por la sucesión y los desengaños, no quiero ser salvado
Hubiese sido esplendido morir como un muñeco ¿Cierto? Y afirmar que en aquel entonces era tan grande y ahora tan pequeño, tan asustadizo e insignificante.


Hasta arribar a la Pirámide de Mayo hace una semana recorrí varios puntos del centro. Iba ensimismado, fustigando la acera, recordando pasados superfluos, imaginando a Hinton en la variable de modificar las escenas del tiempo. Y ese fluir de asueto que tienen las esquinas, esperaba de mi mano una novedad, una voz, que no sabía, ni podía darles. Iba al encuentro de un colega, el tano, con el que habíamos pautado una cita. Mi bendita impuntualidad hizo que nos desencontráramos y las serpientes y los muros que a la zaga seguían mis pasos dilataron aun mas mi llegada. De la serpiente ya no hablaré pues ha seguido camino hacia otros parajes más delicados de América: a Jacotenango Antiguo o a una vieja pieza de Quetzacoalt. Los muros de azul troquelados me siguen secretamente. Aun sostengo que las calles de Buenos Aires en ese calor lánguido, aúnan ciertos callejones desiertos y, en ellos, la esperanza es compartida por ninfas, espectros y aquel viejo geniecillo de Puck.


Mi colega seguía esperando y yo perdido no rebatí mi vieja costumbre de llegar tarde a los sitios que frecuento. En el camino, de paso, prefiguraba mis excusas. Aunque sabía perfectamente que eran superfluas como las milagrosas platicas con el ahora desconocido Alberto Levingston en la puerta de la facultad. Eso es exquisito. Por alguna razón me desvié del camino a conciencia de lo anterior. Solía sucederme en el barrio, en las callejuelas que lindaban la estación, en la época en que esta era la llanura redonda y reconcentrada de Wilde, y los vecinos me saludaban de torre a torre sin rejas. En aquel entonces tampoco era puntual y también solía perderme. El caso es que eludí el encuentro; siempre hay razones inconcientes y cierta voluntad que acaba por resarcir esa intuición, cuando uno la trae a colación en charlas o explicaciones. Pero de mi impuntualidad ya se han quejado tanto que evitare referir más alegatos o disculpas.


El recorrido o el desencuentro me llevó a mi lugar preferido, allí en la Pirámide de Mayo donde de refilón vi (y presagié) los vidrios rotos, los caballos, el estruendo de una secreta torre y miles de almas trémulas sacudidas por las descargas de aviones y espectros que se exhibían desde los balcones. Pise los eternos arquetipos de los pañuelos ye hice de una vez la ronda como lo hizo mi hermana, mi abuela o mi madre. Allí no me canso de anclar la mirada hacia abajo. Cuento las piedras, intuyo los triángulos que la naturaleza nos niega, derrapo en múltiples asuetos y múltiples colores que se reflejan contra el sol del mediodía.

Ese sueño o esa fiebre fue interrumpida por los murmullos y la voz en parlante de unos animadores que algo conmemoraban o exigían o exhortaban…no lo se bien o no lo supe entonces. Me acerque hasta ellos, sin ánimos de nada, y el rumor de la música aumentaba y observé una fila de bailarinas de faldas de color marrón oscuro y ribetes rojos que acompañaban los estrépitos y una vieja melodía se colaba por los aires que habían surcado los recodos de la plaza. La gente de la organización pronto se presento otra vez como si atendiesen el llamado de mi presencia. Se trataba de un acto de concientización a favor de persona con capacidades diferentes, en reclamo de sus derechos, de su existencia, básicamente en una ciudad en que se privilegian otros derechos menos solidarios, más numerosos. Vi a una serie de muchachos que se reían y bailaban en aquel momento al compás de la cueca, de la zamba y me vi a mí parado como una estaca frente a ellos.

La primera impresión fue la de alguien que encuentra algo que ha perdido hace mucho tiempo (o que, en mi caso, se resiste a perderlo del todo), algo que no puede nombrar ni cifrar, la esquirla de un pasado que ya ni se tolera como pasado. Ellos reían, cantaban, se agitaban como trémulos, sin control, sin mirar a los costados y yo seguía inmóvil mirando demasiado de soslayo, sin poder reproducir palabra. En cierto momento empecé a aplaudir y a seguirlos con la mirada con el propósito de que me contagiaran algo de esa dicha secreta. El primer impulso, acto continuo, fue agitar las manos y aplaudir y encontrar en ese aire y en esa agitación un rostro, un llanto que enjugué hace ya mucho, por nada. Uno de los niños se me acercó y me miró con sorpresa y noté que aquel tendría apenas unos años menos que yo y yo era tan ínfimo….
Rehuí, entonces, la vista con cierta vergüenza como si hubiese cometido una falta indecible, como si hubiese mirado mi cuerpo de madera desde fuera con resignación y aplomo. Solo pude, y lo admito con intima desaprobación, sonreírme torpemente, hacer un ademán para acariciarle la frente, huir de esa escena y refugiarme frente al escenario para contemplar el resto de las presentaciones, mientras miraba de reojo, con un arrebato furibundo, con la melancolía que me invade durante los atardeceres de invierno al resto la gracia de aquellos seres que yo ya ni recuerdo en mi.

Seguía observando de soslayo y seguí absorto en cuestiones vanas. El muro azul troquelado continuaba suspendido en mi mochila y la serpiente se arrastraba (conjeturo) en medio de suelo andino hasta Guajira y luego a Santa Isabel.
La continuación natural bien se sabe: el niño deja de serlo para ser un insecto como Gregorio Samsa, el postrer Pinocho.

Me es difícil creer que esta nueva metamorfosis tiene como fin salvarnos, mas bien nos cobra el precio consabido por el favor de Turchina. Ejecuta la letra chica de la cláusula. Pero al cabo, Turchina que nos salva, nos condena. Al cabo, nos depara un destino y una exigencia feroz. Y al cabo, yo no quiero salvarme, pese a los consejos o las suplicas de Turchina. Por mas gritos que emprenda por mas instancias de objeciones y reparos.
Y la noche que ella venga a presagiar con su vara el fausto gesto de mi salvación, preferiré morir ahorcado mirando en un espejo la nariz en punta crecida, el sombrero y el traje floreado. No lo se…no lo se… probablemente, acaso, Turchina ya operó en mí de un modo silencioso y mágico como acostumbra. Tal vez para evitar que me muera de pena (algo de eso sospeche en Plaza de Mayo). Pero si de algún modo misterioso, si por alguna conjura de muerte o de redención eludo el destino de Samsa, tal vez el tiempo y los muros y las alas que se agitan en plena avenida, sean un presagio propio de eternidad o de fatiga.

Tal vez sea una esperanza colectiva siempre inminente, siempre joven...
Si el hada Turchina viene a salvarme díganle que al cabo no quiero ser salvado. Que la noche será larga y el destino, una isla al girar la segunda estrella a la derecha, volando hasta el amanecer.

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