domingo, 28 de noviembre de 2010

Dos notas y un poema

Quien examina en estos tiempos la práctica periodística debiera inquirirse: ¿el periodismo conservador y liberal opera solo sobre el discurso de modo tal que las abigarradas retóricas progresistas ya bastan para desembarazarse del bloque conformado por modos de hacer y de significar esas practicas? ¿Basta con la ejecución de dos o tres frases afortunadas insertas en un contexto completamente ajeno a la concreción material de esas palabras?
El ejercicio liberal del periodismo toca el discurso como extremo y corolario de una serie de prácticas, mecanismos de significación, que interactúan en la vida cotidiana. Cabe aclarar que esos mecanismos de significación se hallan internalizados, de tal forma que no pueden confundirse con la mera mención de ellos cuya evidencia es solamente el último tramo de un inmenso páramo extendido en la conciencia de los sujetos sociales. Antes de arribar a esta cristalización, los dispositivos liberales del pensamiento habrán encarnado unas acciones sumamente verificables en la dinámica social incluso habrá intervenido en las posibilidades de formulación de la misma retórica progresista. Dicho en otras palabras, controla el alcance de esos discursos y, de alguna forma, prefigura el contenido, la substancia.
En ello hay que ser muy cuidadoso. El periodista (o el orador) no debiera ser ajeno a que lo que se dice y como se lo dice, aun divergente de un cierto estado de cosas, se encuentra controlado por él. Y consecuentemente cuando la alocución progresista se halla en este encuadre liberal, se establece como discurso por oposición. Mucho no le cuesta y en repetidos casos se encuentra cómodo porque, entendamos bien: es la historia liberal y sus condiciones objetivas las que han arrojado y permitido la circulación de El Capital por mencionar un ejemplo. El discurso difícilmente puede sustraerse del marco de los fenómenos sociales significantes que producen significado y dotan al marxismo de liberalismo en su propia difusión editorial, radial o televisiva. Hay modos de escapes pero fundamentalmente el error es creer (y sobre todo los periodistas lo creemos) que el discurso por sí solo modifica esa materialidad.

Lo que opera el discurso periodístico actual es el embrión, el cósmico agujero de gusano, que filtra las significaciones conservadoras liberales y crean una conciencia divergente, artífices a su vez de otras formas de hacer (otros estilos). El periodista o el orador no hace nada mas que eso, prefigurar el escape, dispensar la lima para empezar a esmerilar los barrotes de la imaginación aplicada al universo y sus componentes. Por ello la construcción identitaria del periodista prestigioso que otorga cátedra como Jorge Lanata o Mariano Grondona que editorializan sin debate, sin documentación, constituye el prototipo del periodismo liberal per excellence (en vías de defunción). Independientemente de lo que se diga.

Como premisa, un discurso periodístico progresista, o popular si se quiere, antiliberalote, no es nada en sí mismo en un contexto donde domina el neoliberalismo como práctica y conciencia dominante. Son islas, trincheras de resistencia que si no se vinculan a la practica, si no filtran el colectivo pero en especial un colectivo formado no solamente en la retórica de la oposición y la denuncia sin también en campos de transformación que reviertan las practicas y significaciones liberales, mueren en la elegancia prefabricada de un barbón bien perfumado, robusto, que mira a cámara y se atribuye el papel de la fiscalía universal.
Hay afortunadamente una nueva forma de estatuir un periodismo capaz de vencer los marcos liberales de la profesión, no solo desde el discurso sino además desde la práctica. Este actúa interponiendo pruebas, muy parecido a aquel que Lanata hiciera con Szocolowicz como empresario en los albores de Página 12. La televisión puede manejarse de igual modo. Esta es capaz y lo ha demostrado la televisión pública de evitar el fastidio del periodista sabelotodo, aleladamente omnisciente, para armar mesas de debate y prodigar documentos grabados que permitan rastrear el desatino y la mendacidad.

En radio las editoriales son mas o menos afortunadas como en televisión (y Lanata debería saberlo) en la medida en que se construye una forma de decir que no abusa de las frases hechas o recurrentes (el ¿te suena?) y de la malsana descontextualización. La buena argumentación, la hondura de las referencias político históricas ayudan en ese sentido. Y no es tan difícil reconocer la mentira - por lo menos en el periodismo- porque allí donde aparece, las referencias suelen ser coyunturales, presentes y del más primitivo sentido común. Tampoco generan una inquietud en sí mismas, ni remontan la necesidad de indagar. En esas performances periodísticas todo esta dado, la opinión ya ha sido decretada y ese parecer aunque discursivamente popular o de izquierdas sigue siendo liberal. Falta ver en la historia del periodismo argentino qué sucede cuando este discurso sí admite las extensiones del documento y la historia.
Pensemos en un contexto neoliberal. La experiencia demuestra que el mecanismo tal como se halla hoy es el adecuado y la identidad discursiva, honesta, pero hasta tanto no acontecen transformaciones políticas, sociales y económicas que subviertan la matriz en que se desarrolla ese periodismo, sigue siendo de oposición, neoliberal en sus formas y lejano (no masivo) como un débil quasar en los confines del universo.


Tratando la pasión


En el prólogo del libro Tratado de la pasión Eugenio Trias advierte que su objeto, y el carácter referencial de aquel, aluden a una experiencia ontológica, fácilmente asequible en el curso vital de cualquier individuo. También señala que esa generalidad inaudita que vincula a toda la especie deriva en realidad del caso particular de su propia experiencia. Bertrand Rusell ha referido que el amor es una de las formas de cooperación biológica en donde se necesitan las emociones del otro para cumplir con los objetivos instintivos propios. Y supone que quien ha sentido el amor por excelencia no puede consentir tan fácilmente la libertad respecto del ser amado. ¿Pero a qué libertad refiere? Todo comienza con la ética de Chretién de Troyés…

Trias bien afirma que lo que busca es un principio de libertad al igual que en la ética espinosista pero no busca reconvertir la pasión en acción sino que quiere libremente su cautiverio; nada quiere menos que sacudirse el yugo que le aprisiona y lo esclaviza. Y aquí paradójicamente alude al poder pues el sometimiento en este caso apunta a la conformación de un sujeto máximante poderoso. Solo en estado de enamoramiento el sujeto es capaz de descubrir el rasgo propio de cada cosa, aquello que es intransferible e intrínseco, junto a los indicios simbólicos (metonímicos, metafóricos) del ser amado. Esa locura del enamorado, como la obsesiva fijación en el objeto de su atención, le abre las puertas al conocimiento del mundo pese a la persistente idea del sofos de que este principio de pasión anula la libertad, la actividad y la razón, sin comprobar que las supedita a razonamientos mas refinados y precisos.

Vierte Trias en su Tratado toda una concepción ética de la pasión pero el punto mas saliente refiere a los obstáculos que insinúan el carácter subordinado del ser. Hablo del paradigma de esos obstáculos: la muerte. Presente desde el desencadenamiento de la pasión, la muerte juega un rol de trascendencia en el rebasamiento de la identidad en una dualidad fusiva y dialéctica. Dicho sea con otras palabras, Trias comenta que los amantes que viven y sufren la pasión con deseo de sufrirla y padecerla, exploran la posibilidad de un imposible estremecedor, vivir la muerte del otro, morir con el otro. Así Wagner ilustra la muerte de Isolda, muerte por contagio, muerte que comparte la de Tristan tras murmurar el nombre de Isolda por última vez.
Pero aquí viene la aclaración al pie, porque celebrar el dúo-sidio, admite Trias, es celebrar lo ampliamente rechazado por la razón o el sentido común (“sobre todo en una sociedad y culturas imbuidas por el hedonismo, el behauvorismo sexual, la sexualidad emancipada y las éticas del placer”). En realidad, la muerte, única consumación lógica de un amor de las características de Tristan e Isolda, es solo paradójicamente definida por Trias. Y sin decirlo, habla de reciprocidad mas allá de los vaivenes de la argumentación, sobre todo al contraponerla al otro destino, la de la muerte en vida, el tedio vital, spleen, ese dolor que adviene cuando uno deja de sufrir. Con lo que duelo para Trias es dejar de sufrir porque el ser querido se ha marchado. El sufrimiento es, por tanto en este esquema, alegría y positividad frente a la muerte en vida, la única que verdaderamente merece compasión.

En el vertiginoso planteo de Trias es sencillo vislumbrar unas cuantas ideas, aun contrarias en el sentido de que guardan cierta consistencia emanada de lo datos de la experiencia. Lo que vale añadir al dúo sidio es la conceptualización de Rusell de cooperación (cita)
De ahí la conjugación de amor pasión adquiere una luz un tanto mas adecuada. Los detalles de Rusell y Trias entretejen los términos duales de la ecuación. Mas allá del rango específico que infiere la existencia de un dominante y un dominado en la relación amorosa (ya la palabra esclavo dictaba la parte velada del opuesto), la dualidad resulta imprescindible. Sin uno de los términos, el amor pasión se transmuta en duelo y ahí reproduce los reproches de Isolda en Cornualles cuando Tristan amaga a morir en solitario. Requisito que Rusell no pasa por alto .

Esto que parece una verdad de perogrullo, por causa del spleen, la muerte vital donde el desengañado intenta fatigosamente sobrellevar el duelo que lo insume en una especie de laberinto cuya morfología circular lo satisface, no resulta tan evidente para el afectado. No puede serlo. A todas luces se siente perdido, sin salida aparente a ese dolor que configura el desgarro sin fusión. De ahí que la evidencia nunca sea suficiente. Porque no son los argumentos los que viran la convicción del sujeto atravesado por ese escozor gélido que padece al dejar de sufrir en razón de la ausencia del ser amado sino como argumenta Rusell la necesidad imperiosa de acción. La acción anulada o diferida en el estado de enamoramiento y reemplazada por ese conocimiento profundo de las cosas.

El tedio vital es siempre tedio y muerte, muerte en vida. Sucede por efecto de la pasión que lo sugería desde el comienzo. Nadie escapa a esa herida que agrieta el aliento, que hace invocar los versos iniciales que cita Trias Minerva que de la sangre herida haces brotar la inteligencia, que consume cada tarde, cada noche. Ni tampoco imagina el herido la cicatriz, solo lo ahoga ese aborbotamiento de la sangre y ese silencioso y nunca comprendido por quien no lo siente, tumulto, ese discurrir de la soga por la garganta. Tolstoi en La muerte de Iván Illich sugiere que toda solidaridad con un moribundo es sumamente forzada o hipócrita. El cuerpo sano se separa completamente del enfermo, no puede anudarse a el, no pude vivir lo que él. Y ese paso de agonía se practica en la mayor soledad, así como las vivencias de Gregorio Samsa al transmutarse en insecto constituyeron un misterio para la familia que ya no puede compartir esa travesía. De esas experiencias solipsistas sabe el duelo tras el desengaño, de esos naufragios interminables en que uno imagina infructuosamente que lo hundido hará resonar una sirena a lo lejos mientras se murmura a manera de práctica la plegaria de los marineros fenicios a punto de ahogarse en el mar, es conciente. La plegaria y el mar en este caso son solo espejismos.
Alejandro Dolina imaginó alguna vez el mismo problema. Manuel, el protagonista de su opereta criolla Lo que me costo el amor de Laura, había atravesado el infierno para encontrar a Laura. Ciertamente Laura no era Laura. Era una marioneta. La muerte había guiado los pasos de Manuel hasta el Bar Pampa. Todo era irreal. Una trampa. Pero al final Laura salvaba a Manuel, lo acompañaba en la muerte, lo escoltaba en el arduo destino de ser una sombra.

Hoy sin embargo la imaginación me dicta otra cosa. Es la imperiosa necesidad de actuar lo que verdaderamente redime al caído (atiendo esa bella línea de Serrano el amor se encuentra antes si se busca). El ángel que nos rescata no deja entrever una cara conocida (o su cara es la misma de otros rostros que ya hemos antevisto en sueños). Y si bien la virtud de aquel se duplica en ese mismo acto, por gracia del gesto noble, es el rescatado quien interpone la última y fundamental carta para salir del infierno: la mano estirada y la palma cortando la brisa de frente, esperando la otra palma.


Como corolario dejo estos versos:
No había espadas en el lecho
Pero sí múltiplos
De especies,
Enlazadas y en duelo,
Cuatro ojos que uno se volvían
Y el pálpito de las sombras
Replicaba el estertor de la habitación.
Uña con uña,
Uña y carne,
A la sazón esa humedad
Suavizando el azabache,
el vaivén,
el recorrido,
el planear lentamente
aterrizando en los extremos
después de saborear,
después de catar

No había espadas en el lecho
Solo el techo bajo
Que por primera vez
no oprimía
Y tu cara
en los espacios iracundos
Del cuarto,
Labios de arriba y abajo
Redescubriendo,
Cincelando
A su empacho,
La piel,
la boca,
Sin el murmullo del espacio
Entre sombra y sombra.

No había espadas en el lecho
Sino espinas
Algunas que perduran en la piel,
La verbena hecha aliento,
Hecha cuerpo,
Que abrasa la sed,
Los susurros,
El canto de una alondra pequeña
La alquimia,
Y calaba profundo hasta los huesos
El infinito vaivén,
cada cuerpo se desliza
En el otro,
Tiemblan,
Retozan,
Y se erosionan mutuamente
Sin desgastarse.
Se rozan,
Se Hieren,
Por primera vez
Exonerados de dolor.

No había espadas en el lecho
sino escaleras polvorientas
Que antecedían
Ese final,
La fiebre
que ni la brisa artificial
Puede mitigar,
Susurros,
Tiniebla filtrando los enseres,
el resquicio,
Y la ilusión del pecado
Ligeramente cubierto y exculpado
Por esa tiniebla,
Por el eco,
Por los gemidos,
El andarivel del lecho
Cuesta abajo y ligeramente arriba

No había espadas en el lecho
Ni Tristan,
ni Isolda
Solo Procusto
Esperando,
Aguardando,
Para ante el mínimo desajuste
Mutilar el error
Y así despojarlo

No había espadas en el lecho
Sino el brote de dos cuerpos
Embadurnados en sí.
Dos cuerpos
Que en la penumbra
Y el albur,
Retornan.

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