domingo, 21 de noviembre de 2010

Desollando al León


El primer trabajo que Euristeo le impuso a Heracles consistió en matar al león de Nemea cuya piel convenientemente gruesa lo hacia inerme a la flecha, la espada y la lanza. Para lograr su cometido Hércules lo condujo hasta su cueva de dos entradas, clausuró una de ellas y le metió un brazo por la garganta para estrangularlo. El problema luego se presentó al momento de desollar al león. Siendo su piel invulnerable esta cuestión se tornaba insoluble. A Heracles se le apareció Atenea para dictarle la solución. Las garras del león debían ser lo suficientemente poderosas como para atravesar su propia piel. Nadie -le aseguró- es lo suficientemente fuerte para resistirse a sí mismo, a su potencialidad implícita.

En los últimos años todos repetían el mismo dictamen. Se había transformado en un clise y como tal operaba al igual que aquello que enunciaba sobre lo inconciente, preformando los alcances y las formas de los consumos culturales pero sobre todo la orientación de dichas preferencias. Imaginemos la forma ardua de una pesadilla, una noche febril, indeterminada, donde la voluntad se guía por pautas siempre iguales y solamente en apariencias diversas en cuanto a la forma particular asumida en cada sujeto. Esa trama conformaba los barrotes de una prisión. Uno se sabía en ella. Los sentidos, los límites, la oscuridad sugerían lo exiguo, y tal vez, sugirieran el rumor de otros distritos, de otras callecitas poco iluminadas donde hay un fragor ajeno, difuso. Imaginemos uno sol perpetuo tras el cual no puede verse mas allá. Y en ese más allá se presiente con desesperación la forma, el olor, la severidad de los barrotes finos y ajustados. Con los ojos dilatados uno recorre esos andurriales. Con cierto desvelo. Inútil desvelo. A lo lejos sigue escuchando eses coro. Parce acercarse y alejarse. Los habitantes de ese barrio sabíamos en que consistían los murmullos. Eran voces familiares. Voces de cuna. Pero estaban los barrotes. Éramos conscientes de ellos. Como anuncie, los presentíamos. No se sabía dónde estaban ni qué forma tenían. Algunos afirmaban que cercaban determinados límites más allá de ese sol de frente aunque no supiéramos que había mas allá de él, ni cuál era su especificidad.

Mucho se hablo de ello. De la derrota cultural. Muy pocos, sin embargo ,sabían que era. Ni tampoco podían vislumbrar la forma de abordarla y confutar su acción. Los más optimistas sosteníamos que se trataba de una cuestión de tiempo y paciente deconstrucción. Generación tras generación imbuida en la grandiosa y fascinante tarea de revertir el propósito del oscurantismo. Marchar pese al ardor que ese enorme astro le profería a los ojos y remontar los parajes ocultos tras su resplandor. A sabiendas o no la tarea implicaba quedar ciego ¿Cuánto tiempo podrían soportar los peregrinos la marcha con los ojos fijos a la furiosa estela lumínica de ese sol? No obstante, y como siempre, la solución era apresurada. Se requería más que el sacrificio, el martirologio. Había ahora otras alternativas. Como suele suceder la resolución se encontraba en el mismo objeto. Porque ¿Quién aseguraba mas allá del presentimiento la existencia inequívoca de esos barrotes? ¿Cómo cruzarlos si no conocíamos sus formas o sus alcance? ¿Cómo franquearlos si habríamos quedado ciegos, maltrechos antes de llegar? En el caso de la derrota cultural moldeada por la concentración mediática -su causa y consecuencia- la clave estaba en ella misma. Siempre estuvo allí. La ilusoria oscuridad que en los distritos contiguos escondía a aquellas voces no era oscuridad realmente sino el espejismo de ese sol cuya fuerza ocultaba a los ojos, la muchedumbre en las calles ajenas a los andurriales que transitábamos. Bastaba entonces con soslayar la potencia del astro. Tal vez no mirarlo de frente y avanzar hacia las callecitas alejadas. Tal vez protegerse con algún instrumento capaz de desvirtuar la potencia de sus efectos (un espejo). Y mientras tanto pensar en el sol, en su merma. Claro: el debilitamiento de ese sol como el de todos los soles requiere el paso del tiempo. También es imprescindible no aminorar la marcha hacia los barriales que invisibilizó. Hacia aquellos rumores de antaño.

Mientras el sol se extingue y marchamos eludiendo sus efectos, mientras tomamos de la mano a otros que vivían en esa misma fiebre o pesadilla, mientras sostenemos con firmeza los espejos y los temibles y feroces haces de luz regresan al sol, emulemos a Heracles, y por consejo de nuestra Atenea personal, para desollar al león usemos sus propias garras.

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