jueves, 6 de enero de 2011

De porque el tango muere y renace




Con mucha certeza se ha dicho que un poeta observa y que la impresión sensorial proviene de la comprobación cierta que derivamos de la experiencia.
Uno de los períodos de mayor auge de la industria cultural argentina, entre la década del treinta y mediados del cincuenta, es también la de mayor esplendor literario y conceptual del tango cantado. En gran medida porque obedecía a un impulso conjunto que usufructuaba la retracción de las industrias latinoamericanas y la española, devastada por la guerra civil. Era el tango configurado por la poética de la queja de los infaustos años de la década infame. El signo de los derrotados. Y pese a su voluptuosidad material se recortaba en torno a unas pocas y dolientes diatribas. Sin embargo, no es posible soslayar el carácter memorable de un corpus que además de su envidiable vastedad y solidez estética, cifraba los avatares de la vida y los infortunios porteños, siendo ya el umbral de su decadencia. Hoy el tango se halla inmerso en el mismo destino circular de la vida argentina en particular y latinoamericana, en general.

En su Historia del tango, Borges desdeñaba el tango cantado y el correcto declive de las composiciones de Discépolo hacia mitad de los años cuarenta; signo inequívoco del desaliento, el pasaje de ese tango alegre, casi furibundo, como un infante inocente, al quejoso y desengañado de bien avanzado el siglo veinte. Cabe decir que aquel fue sin dudas y pese a esta previsión, el más prolífico, cuya sustancia forjó todas las referencias posteriores. Pero a su vez era un inquietante síntoma de degradación.

El tango, como todo género, muere cuando procede a la autorreferencia, y la repetición acartonada, recurrente en letra y música, de los llamados clásicos. En definitiva, el procedimiento consta de una mención constante de viejas autoridades que se resisten a dejar el género y lo encierran en ese avatar circular. Detalle a la vez moderador de nuestro tiempo caracterizado por la viciosa repetición de anomalías por destino o por gracia. Ciertas incursiones actuales están atrapadas en esta ambigüedad aun cuando proceden a esquivarlas con algunas travesuras simpáticas.

Acho Estol, por citar el ejemplo clave de esta nota, rememora en ocasiones algunas figuras que aun prefiguran y delimitan la capacidad del género para designar sus personajes en la pintura costumbrista de una Buenos Aires anacrónica. Estol apunta al beodo, jugador y atolondrado; y aun esa generalidad que invoca, es aceptable en un periodo de transición en que las referencias aun perviven pero heridas de muerte.

Busco ahora un ejemplo típico para ilustrar esta patología del tango. Hoy ya nadie creería en la capacidad de una mujer que, conservando sus rasgos femeninos, se hace pasar por hombre, simplemente por cortarse el pelo a la manera de las heroínas de Shakespare. Esto es un indicio literario de que el entorno referido ha dejado de existir con los pormenores específicos que se le atribuyen. Si bien el carácter general de la estratagema continúa un tanto vigente en cuanto la cultura no ha mudado drásticamente sus formas y otro tanto por lo que apuntó Raymond Williams acerca de ciertos elementos tradicionales coexistentes con los nóveles motivos de una cultura, es posible intuir que esa ingenua recepción ha perdido su primacía.

Veamos ahora un ejemplo: Y el cafisho donde estaba cuando caíste en desgracia, una de las tantas líneas de Estol que mantienen esta afección transitiva de anclaje en el pasado. Otras directamente caen en el más sincero y concreto anacronismo Me contó del tío gaucho que a facón perdió una mano, y en una caja dorada seguramente estaba la mano. Sin mencionar el viaje astral que habla de carros, caballos y de la pampa redonda del siglo XIX. Pero en realidad Acho remilga con su incursión en un lenguaje que intenta aferrarse desesperadamente a los clásicos del tango y los entremezcla con ciertas imágenes que se presumen contemporáneas o a, lo sumo, exentas de tan drásticas variaciones. Como efecto suplementario, Estol rescata esos viejos espectros del tango de una Buenos Aires reducida a círculos de estudiosos del lunfardo, los únicos capaces de seguirle el tranco. Esta divergencia, de hecho, la compensa con la astucia de redefinir circunstancias de más ardua caducidad, preguntas o interrogantes que reintroduce y revuelve y que algunos pasajes memorables de sus composiciones, incluso en aquellas en los que para Acho el ayer es hoy o mañana, acaban por redimir.

La objeción hacia Estol es por tanto gramatical; aunque no baste para disimular sus muchos aciertos, la sintomatología que invoca un universo que apenas perdura en el imaginario popular, continua allí. Las figuras que remontan las letras de Acho son viejas piezas de un museo visitado por letrados extranjeros y por eruditos o nostálgicos locales que rememoran el sainete del Río de la Plata adoctrinado por la fonola.

Las mismas influencias de Estol hablan de eso. Pero, a su vez, irrumpe más allá de las variaciones del género. Esta impresión no es, asimismo, tan clara. La modulación permite, por cierto, pensar en juegos gramaticales afortunados que terminan chocando con las exigencias de brevedad populista del tango.

Cito otro ejemplo. En ayer hoy era mañana (reminiscencia agustiniana) Estol escribe: La revolución se postergó y no dije nada/ me dejaron una nota en la mesada/ la molotov es un florero en la ventana/ y la ventana nos obliga a mirar/ y la mirada nos obliga a pensar/ y el pensamiento nos obliga a preguntar/ y la pregunta no se puede contestar/ y ya me dicen estas loco/ que el futuro va a llegar pero no llega… El hilvanamiento de anáforas conlleva una serie cuya culminación registra la indeleble inquietud acerca de la naturaleza del tiempo. Lo afortunado de la variación es el tono y su pretendida huida del lugar común, tentador a la hora de valorar el carácter fugaz de lo temporal, poniendo el foco desde la ausencia o el desengaño. Acho no cede a esas holganzas, sitúa el valor del procedimiento visceral de encadenamiento anafórico con una sucesión cuyo objeto es dejar la constancia de la inquisición o conmoción inicial: ¿Qué es el tiempo? ¿Dónde estuvo? ¿Dónde está?

El tiempo como caos subjetivo retorna en Tiempo Astral donde el protagonista se desliza desde las estacas que lo mantienen a merced de los caranchos en el desierto pampeano al paisaje actual de la ciudad.

El registro amoroso, en cambio, es mas claro y mas extraño. Salvo en ella se fue, Estol presenta las andanzas de unos ojos que no duran demasiado. No recurre a ojos como soles para referir los de fulana que quiero que me miren, con quien quiero estar siempre. Los ojos de Estol irrumpen con su gesto alienado, huidizo, no grave. La mirada ajena tiene como destino el desengaño. Pero no como ligero presagio, inevitable compulsión de lo que en nuestra biografía es histórico, y por tanto voluble y cambiante, sino como regla indeclinable de esa extrañeza. Confieso que desde lo estético este rasgo particular me causa un superlativo agrado (la cabalidad de esa convicción siempre es mas dolorosa en la carne y los huesos).

En los tres ejes en que Estol modera la caducidad de las figuras tradicionales del tango, revalidando o justificando viejos pares de metáforas, brota una furibunda y alegre angustia. Para esas letras el universo es un rasgo fatal pero dichoso. Y así completa una síntesis acuciante para la persistencia del género. Una esplendida síntesis entre el relincho fatídico de Discepolo y la astucia dicharachera de aquellas primeras piezas.

Siempre cupo suponer que el firme entusiasmo inicial del tango no le bastaba a sus temas. Tampoco la acumulación ingrata del genio resentido. Uno de los promotores, acaso no el único, de la articulación y convivencia entre ambos es Acho. Tal vez no sea suficiente pero ya es un alivio y una promesa.

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