El tigre y la nieve (2004)
“A ochenta kilómetros de aquí nacieron nuestros idiomas.” “Hace dos mil años los habitantes de este suelo crearon la Torre de Babel para estar mas cerca de Dios; desde entonces pareciera que nadie se entiende”.
P.A.
La intuición de los ojos y las cejas arqueadas; las pupilas, absortas, por las ramas de un árbol que anacrónicamente traen el recuerdo de la esposa de Ling, quien se suicidó colgándose con su bufanda bajo el ciruelo rosado. Allí la pinto Wang Fo vestida de hada. Presagio de muerte. Y el reverberar de una última luz, permite distinguir los flecos deshilachados que se enlazaban, en la brisa, con los cabellos y remontaban hacia el poniente ¿Habría chances de seguir en pie entre escombros? ¿A qué costo? ¿Puede uno sobrevivir a su pueblo? ¿Debe hacerlo?
Todo en el neorrealismo italiano de Benigni sugiere que sí. En la vida es bella, por ejemplo. La vida alumbra entre los huecos de una noche y registra el amanecer y la sombra nueva de un tiempo que subyace en las cenizas del anterior. En Benigni, en su Atilio y en Josué, el niño de La vida es bella, este registro permite encauzar el foco en la conducta genérica y dispersa de los caracteres que afloran.
Atilio es un niño cuando sueña, incluso burlándose de Freud y del obsecuente académico freudiano Ermanno, y despabila el rechazo de Victoria invirtiendo la carga del rechazo. Son fórmulas pueriles si se quiere, inocentes, en un mundo donde la visión estética de Roberto recorta la pulsión macabra y abyecta que se esconde tras esos rasgos que se presentan estereotipados. No es, sin embargo, la profusión de aquellos lo que importa, o descolla, sino la sospecha de que ese confín tan particular del horror sea avistado desde los ojos del niño que Benigni aun es. Y esas pupilas parecen inflamarse en las nuestras cuando (re)descubrimos esa perspectiva que suponíamos olvidada.
En la escena del encuentro posterior a la intimidad frustrada entre Victoria y Atilio, él repite la frase que anafóricamente actuará a lo largo del filme (réplica a su vez del recurso en La vida es bella donde el Bonggiorno Principesca se funde con el hecho casual para una de las partes, por desconocimiento de las causas predeterminadas que lo configuran en el fortuito azar) ¡Ma, que combinazionne! Acto seguido a lo cual, Victoria escapa subiéndose a su auto y abandonando la entrada de su casa. Di Giovanni, entre caprichoso y petulante, le grita “Entiendo, entiendo… esto se acabó, no me veras mas. Adiós para siempre”. Y el siempre es, en verdad, el semáforo a pocas cuadras donde con el auto detenido, Victoria ve por el retrovisor a Atilio que insiste en terminar la conversación, a lo cual ella acelera y lo deja en mitad de la calle repitiendo su nombre. Persiste la mirada aniñada e inocente ante un conflicto anterior al relato del filme en el que por razón del mismo enfoque no se ahonda. El niño se equivocó y busca arreglarlo. Pero en última instancia no es tan importante esta variante utópica e intrascendente como si la constituyen las acciones que motivan en Di Giovanni. La acción de la supervivencia, la de la esperanza, la del amor hacia el otro sin esperar demasiado a cambio. Mucho mas acertado entonces es decir que la mirada de Benigni es la del Quijote mas que la del mancebo no desengañado aun. Dato no menor si se considera que la niñez se extingue por tiempo y materia pero lo quijotesco no.
La búsqueda de la supervivencia de Josué se cristaliza ahora (en El tigre y la nieve) en la supervivencia de Victoria. El itinerario es el mismo, el viaje también. El resultado, no. En la vida es bella, Roberto ofrece el encanto azaroso del mártir que, sin querer serlo, se sabe caminando sobre una frontera muy estrecha. Di Giovanni se sacrifica en el silencio. No confiesa a Victoria su heroica travesía como no lo hace a Josué inmediatamente. Pero tanto Victoria como Josué, a la larga, lo saben, salvo que a Di Giovanni le espera la promesa de una recompensa en vida. Claramente ubica un cierto atractivo las diferencias en la culminación de ambos. Y aun mas si uno congela esa escena de estupefacción de Nicoletta Braschi (una actriz maravillosa que recita cuando enfocan sus ojos, que narra, ríe y se asombra con ellos y que siempre parece seguir la corriente de su interlocutor, urdiendo una maraña de complicaciones, de exquisitas complicaciones) de la mirada enjugando una lagrimas sutiles que no afloran y la sonrisa cuya misión complementa esa toma final.
La segunda escena desesperada, y tal vez la mas atribulada e infinitamente conmovedora, deviene tras el descubrimiento de Di Giovanni del cuerpo de Fuad, colgado de las ramas de un árbol, sin vida. Lo meritorio de esa escena mas que la sorpresa, que no es tal pues Benigni se contenta con crear las expectativas de ese final (la escena de la mezquita la mañana anterior donde Fuad ignora el llamado de Atilio, los ojos del poeta árabe posándose premonitoriamente en una de las ramas del árbol apostado en su jardín, su predica, su angustia), reside en el contraste que significa el suicidio de Fuad frente a la alegría por el despertar de Victoria del coma inducido por una explosión a la que estuvo expuesta por el solo hecho de transitar Bagdad en plena invasión de los Estados Unidos. La algarabía de ese dato en el filme choca con el amargo sabor que presagian la puerta y las ventanas abiertas en la casa de Fuad, las hojas volando por el viento y los libros que se abren y la visión del cuerpo de Fuad suspendido por la soga. La expresión de Benigni mientras repite Fuad…Fuad… ¿que has hecho? es de un desamparo mayor a la que pone ante Al Jumeni. El final aquí ya está escrito. El entorno exterior al que se enfrenta Di Giovanni (tiros, gritos de desgarro, sirenas, tanques y una música incidental con ribetes árabes y una cadencia minuciosa) de la casa de Fuad es la proyección de esa tormenta interna, y el aire cargado y feliz se enrarece, se vuelve incomprensible, atroz.
Propia de la incertidumbre es la determinación inequívoca que juzgaría que las preguntas contestadas por Fuad tienen una univoca repuesta (sospecho que no y abrevo por cualquier opción). No importa demasiado. La contraposición entre Di Giovanni y Fuad, la redención de este ultimo, la travesía dantesca, su altruismo infinito, era lo que que quería destacar.
Los ecos lejanos, acaso anacrónicos, de un escritor del siglo XX, en Buenos Aires, (querido negro) son el cierre de ese detalle, de esa combinación. Alejandro Dolina escribió: el universo esta hecho de ausencias. Nadie esta en casi ninguna parte. Por suerte hay una buena noticia: el amor.
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