martes, 27 de enero de 2009

Nadie está condenado a vivir el mismo fracaso una y otra vez. La historia no tiene por qué repetirse.

Juan Pablo Martínez


Del incompleto y desdichado artículo parámetros:

“El último jueves de Octubre se celebraba en el recinto de difusión y fomento artístico de mi ciudad una exposición sobre los cambios de la lengua y el idioma coloquial de los argentinos. Asistí con renuencia. Me fatigaban los aspavientos elitistas y grandilocuentes de la pequeña aristocracia barrial (los conocía a casi todos), de los cuales descreía aun antes de ir y sospeché que esta sería la ocasión.


La charla se prolongó por dos horas y los últimos treinta minutos me debatí entre el hastío y la renuente audacia de levantarme desde las filas intermedias y abrirme paso hasta la salida. Al desalojar la sala (o antes) contemplé por apesadumbrada casualidad a una mujer de tintes castaños oscuros, algo triste. Hablaba ante un pequeño grupo espontáneo con fausta serenidad sin renunciar a la pasión o al entusiasmo. Sus ojos, como esferas resplandecientes, ligeramente torneadas, sus pómulos salientes, me recordaron la visión privilegiada de dos lunas claras y luminosas que abrían el camino del páramo como el mar lo abre a la inmensidad. Lentamente me acerqué a ella, dubitativo pero ciego por el ansioso brío de su perfume que ciertamente no socorría a resistirme. Las piernas me temblaban y sentí que cierta contradicción ganaba terreno. Buscaba desesperadamente estar cerca de ella aun sabiendo que tal vez la importunaría, buscaba molestarla sin parecer fastidioso, en fin... esa impresión de sentirse a salvo y en riesgo de muerte, confundido, calmo, ansioso, reflexivo, perdido, ominoso a la vez y cauto, a un tiempo, por no quebrar una instancia universal y tan particular, por no destruir esa magia angustiosa y serena que detiene el tiempo.

Una vez frente a ella, inventé, para iniciar conversación, una excusa, que seguramente fue trivial y bastante obvia. Su aroma o quizás el vértice impreciso de sus labios afilados y constantes, me oprimían el alma pero proseguí serenamente en la platica y en los modales. Convenimos encontrarnos alguna vez para descifrar el hilo de las palabras y los alientos. Pasó algún tiempo y mi vida continuó más o menos igual. Mi aptitud de escritor se desvanecía, el viento y la lluvia me desgarraban los pulmones y mi pecho se constreñía ante la inconcebible ausencia del cosmos, ante la severa permanencía de los lugares que ella nunca había visto, ni pisado. Las noches desaparecían entre agitados esfuerzos por conservar algún sueño o alguna pesadilla recurrente en la memoria. Las mesas de los bares se multiplicaban y en ellas los umbrales de memorias pasadas con sus multiplicadas sombras Los parques eran apenas penumbras y las penumbras apenas tiniebla tiritando y gimiendo, a la par de un torrente frío y errático.

Una mañana de enero la volví a ver. Ella me reconoció al instante y las palabras florecieron como si se hubiesen permanecido petrificadas en el hálito tembloroso de nuestras fauces aquella noche. Las mañanas se sucedieron y a las mañanas, las tardes. Nos veíamos casi todos los días y en esos días, todo el dia aunque estuviésemos distanciados, cada uno obnubilado en los avatares de lo cotidiano. Y sin embargo todo se reduce a una hora antes del crepúsculo, al momento en que apartó las sábanas del lecho y las deshizo en pequeñas olas y en pequeños montes. Mire, entonces, una sola vez al techo para comprender que el paraíso está donde el amor y sus cuerpos. No hablo de posesión ni de fusión pues los términos empiezan y terminan en los objetos, no restañan siquiera al amor o a la pasión de saberse de la misma uña y de la misma piel.

Todo aconteció muy rápido; no sería de noche aun, cuando resolvió marcharse. Tampoco simuló un tono demasiado íntimo para declararme sus sentimientos. Yo le respondí, ingenuo, que quien conoce cabalmente el amor o el placer, esta listo a morir, no hay mucho más en la vida, pues la plenitud y la nada se tocan y se aguardan.
Es cierto –replico- y yo estoy a punto de morir. Luego marchó y no supe nada más de ella ni quise averiguar demasiado. Creí verla alguna vez en una esquina entre Corrientes y Uruguay, en el sino húmedo de una huella esparcida en las escaleras del subte, en los reflejos de cada anuncio espejado. Algo de ella se negaba a desaparecer.
No cejaron, asimismo, los intentos por escribir algo, un retazo que lograra cifrarla, ciertas características, no lo se… la forma en que se sujetaba el cabello o inclinaba el cuello hacia la derecha después de un dia ajetreado en el trabajo.
He pensado mucho en ello. El tiempo huelga y se reconcentra cuando uno intuye (o intenta intuir) los pormenores del camino bifurcado e imagina qué podría estar haciendo quien se ha apartado de nosotros, mientras nuestros instantes discurren y mueren continuamente.

Solo pude representarme algunas imágenes, todas inútiles, todas insustanciales. No obstante, una me ha agradado: acaso ese día, lejano inconcebible desde todo aspecto mientras se despedía y sus tacones se deslizaban mas allá del imperio de los sentidos, existió un ultimo instante. Es difuso hoy para mi, sumamente difuso, pero, probablemente, ese punto sea lo único que importe. El ultimo eco de su confesión asediando el aire descuidado de aquella tarde. Y es que tanto… tanto me atañe, tanto me atormenta que he querido moldearla en versos, confiando ingenuamente en que ello lo mitigaría de alguna manera. Aun me, temo, no lo he logrado.

Sin embargo, me han dicho, la retórica difiere del hábito literario. La palabra oral es inmediata y absolutamente más reveladora.
Confío en que, si no he podido escribirla, he podido nombrarla. Esa inmediatez habrá querido traerla, sin más, hasta mí. Puedo sospecharlo, casi palpablemente.

Mis palabras (escritas u orales) la refieren, desde entonces, casi constantemente. Le han devuelto la vida, la han convertido en una vida, en toda mi vida.”

1 comentario:

Anónimo dijo...

HOLA PABLO , QUE BIEN ESCRIBIS , VOS SEGUI ADELANTE , UN ABRAZO ,

Beatriz Marìa Triguero

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