domingo, 29 de junio de 2008

LADRONES DE NIÑOS


Recuerdo una casa como cualquier otra casa

en una calle como cualquier otra calle,

en un barrio como cualquier otro barrio

y a pesar de todos estos años

no puedo evitar sentirme... Maravillado


De un tiempo a esta parte me he dado cuenta de algo terrible: nuestra generación y la precedente se han empeñado en robar infancias. No metafóricamente sino de manera concreta. Se ufanan en hacer desaparecer a los niños, les arrebatan la calma del tiempo transcurrido con indolencia y los sumen en el vértigo que los mayores ya conocemos y despreciamos. La delicia de esas tardes en el barro del campito azul donde la lógica era abolida por la fugacidad y el asombro, los charcos entre los que chapotebamos, la travesías doblando esquinas y refugiándonos en la pared ante el paso de un carro, se diluyen en el mero énfasis que el recuerdo infiere en la anecdota emocional. Van perdiéndose en la bruma de la sucesión incontrolada, pasmódica, herrumbrosa. Y las horas discurren entre estertores y todo parece efímero y circunstancial, sin valor tangible porque tampoco nosotros adolecemos de identidad ni de la promesa de perduración en los tiempos venideros.

Un niño desaparecido equivale a un joven eterno. Esa es la premisa actual. Una vez superada la suscinta infancia, el mancebo es ya un muchacho con obligaciones indeclinables de consumo, y ese intachable deber se prolonga por la mayor cantidad de años que el mercado y las derivaciones sociales lo permiten. Así hasta llegar la otra esquina de la vida: la vejez. Pero ante el vertigo ¿qué vejez nos espera? Ismael Serrano expresó que su deseo era envejecer a la manera de los músicos de jazz, con su calma, su sabiduría...

Alejandro Dolina sugirío que el destino prolífico del hombre es el de afrontar los años convirtiéndose en una mejor persona, aprendiendo y buscando denodamente el conocimiento que le permitan afrontar dignamente el paso del tiempo. El mayor riesgo de esa celeridad que les imponemos a las generaciones mas recientes es la de anular esa inherente calma de la sabiduría, a envenenarlos con el vacío de ruido estridente e inicuo, a la movilidad incesante para no llegar a ningun lado, nunca.

De pequeño yo adoraba las siestas; no dormía verdaderamente, fingía tal proposito pero no dormía, me arrimaba a la cama para oir las historias de provincia de mi abuelo. En las alas de su voz he cruzado los cielos de Misiones, he lanzado al barro los zapatos de un chico cuya cara solo prefiguro y me cai repetidas veces del caballo luego de perderme en bosques frondosos, impenetrables...

Me encantaba patear en los campitos enfrente mi casa y decifrar a oídas el misterio de las dos Marielas, amigas del mismo nombre que compartíamos con mi mejor amigo de los primeros años. O dormir en su casa y descollarnos de la risa en el comedor del departamento por tonteras, a la sola mención de una obscenidad o de palabras sin sentido, contagiado el uno de la risa del otro. Esos instantes son preciosos y hay noches en que me aferro a ellos con el rigor de un naúfrago a la playa, mientras el humo negro ensombrece mis pulmones. También en ocasiones revivo con cierta fatiga el aroma de Mariela y nuestros juegos. Su obstinación y su belleza. Es la primera mujer que recuerdo después de mi madre.

Eran momentos pérdidos, frugales, sin pretensiones vanas. Por ello, cuando mido el valor de lo que perdemos me enfurece aun más nuestro delito y el de nuestros mayores . Me duele, me oprime el pecho; tal vez porque implica una negación de nosotros mismos, soslayando con canallesco desdén la belleza de aquellos tiempos. Mientras la anticipación nos previene de un porvenir atormentado y marginal. ¿Vale la pena? No hay respuesta.

Anhelo, por mi parte, atravesar el vértigo recogiendo las cosas que realmente sean útiles para una vejez en calma, con sabiduría. Supongo que sólamente exigirá acumular los conocimientos y los aperos necesarios para ser un buen hombre. Para no traicionarlos a ellos, a mí o al niño que alguna vez supo de aquellos momentos que hoy solo rozo con la razón y la memoria sucesiva.

La luz en penumbras entre las camas improvisadas contra el suelo, los muros rasqueteados y húmedos, las figuritas entre los resquicios de las baldosas, hacen difusas las voces apagadas y suaves. Hasta que una carcajada estrepitosa estalla. Cuchicheando tratamos de silenciarla o disimularla, cuchicheando. Algunos segundos después nos largamos a reír otra vez. Alguien sale de habitación contigua al living. Emite un chillido molesto. Nosotros bajamos la voz y tratamos de contener la risa. Murmuramos otro poco. Batallamos contra la muerte. Nos animamos a dilapidar los minutos. Ya habrá tiempo - sospechamos- para que la infancia acabe y los espectros y la rutina nos enseñen de horrores y angustias.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Destaco la aseveracion un niño desparecido equivale a un joven eterno. muy bueno.

saludos. mari

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