martes, 17 de marzo de 2009

Hace aproximadamente un año yo deambulaba por los pasillos de la Escuela de Mecánica de la Armada, devenida en el espacio de la memoria, buscando los restos de un pasado conjetural. Se sucedían en mi memoria rostros de fuego y mi pecho constreñido por un vacío que nada traía advertía en esos espacios formas, estelas, lágrimas e incienso, un aroma de vientre y el candor de los helechos que alguna vez atestiguaron mi infancia en ciertas regiones del oeste del conurbano.
Caminaba sonámbulo entre las sombras de un documental proyectado o las siluetas que sugerían la oscuridad; caminaba tratando de incitar el preludio de cierta imaginación que después sería imprecisa. Como siempre me sucede, me fue imposible referir algo de aquello hasta mucho después y no sin referencias ajenas.
Acabé en Plaza de Mayo observando otro crepúsculo que a mi memoria no será igual que los otros tantos que son uno y el mismo. Conjeturé, melancólicamente, que lo inminente es quizás el hecho estético más relevante, que no escribimos acerca de otra cosa. Posteriormente supe que ese ejercicio en que se descubre lo que alguna vez llegará, nos remite a esa idea. El trabajo, entonces, ya está hecho. Su correlato material es solo ardua cuestión del transcurso ambiguo e indeclinable de la sucesión



A la generación del setenta

“Hay una dignidad que el
vencedor nunca conocerá”



Viejos entredichos, entreveros interminables (circunstanciales o voluntarios), claudican a la sombra de la epopeya, magnificente y perspicua, de Buenos Aires al sur. Diré con timorata precaución que estas calles guarecen la sombra mítica y que, tras las lentas filas de lánguidos adoquines, filtrados en el barro indómito, la humedad ya no es humedad y el tiempo superfluo de la pampa, de los alambrados importados, de la huella, discurre incesante sin temor de olvido.


Hará treinta años la generación que no fue le generación de mis padres, ni la de los padres de mis padres, sino de prodigios insomnes, de espectros no vanos, imbuidos por una eternidad imparcial, celebraron el cíclico espectáculo de la rebeldía. En ese halito compartido, nuestro país alcanzo acaso la gloria de su historia, o germen de historia; gloria escamoteada por los avatares oligárquicos desde la trenza de mil ochocientos noventa, condensada luego por la restauración del treinta. ¿Qué decir a esa generación violentamente desalojada de los eventos sucesivos? ¿Qué prometerle? Todo ditirambo es de por si una afrenta, por su carácter accesorio y meramente simbólico. Sin embargo yo, con módico terror, por obra de escaso ingenio, la emprendo, ya solitario y perdido.


No caeré en el error, no poco frecuente, de asociar su gesta a la impronta de un momento ya conjetural para la intelección, pues la demarcación temporal de los hechos es abstracción clasificatoria, ni siquiera en el harto enlodado juicio de los apologistas de turno, que nada implican con sus actos a las convicciones registradas por su voz. Básteme emitir una breve sentencia (sentencia de hombre universal, muy ajeno de sí mismo y a su tiempo), evitando hurtar el contenido del movimiento popular fragmentario, impreciso y, a la vez, impostergable para la conciencia, flagrante para el testigo. Ignorar estas verdades equivaldría a omitir voluntariamente la vasta repetición de aquellos, bajo otros nombres, bajo otras constricciones.


Me atrevo primeramente a afirmar que ellos no arrumbaron el pasado como nosotros. Mi pestilente generación reniega de su pasado: con cierta sorna desdeña el necesario eslabón de los instantes y se asume en un mundo filtrado por instancias demasiado ajenas a lo inmediato de su consecución en el transcurso vital. Tampoco consideraron fetiche o anodina la idea de los primeros partidarios de la utopía y resistieron el embate incomprensible de la enajenación sistemática por parte del estado, la destrucción del sistema productivo, la adaptación a un modelo indeclinable de predominancia política. Cabe decir que los rasgos de la resistencia son siempre nobles. No existen movimientos de resistencia que no estén vinculados a la noción de cierta innegable dignidad del guerrero que aplaca la furibunda ofensiva de su enemigo.


Los antiguos egipcios, por obra conquistadores, pagaron con creces el precio de ser los continuos generadores de la resistencia, con la perdida de su propia dinámica cultural, la imagen desdibujada del conquistador y el dominio. La epopeya de Constantinopla vindica los esfuerzos de los amurallados cristianos frente a los turcos y nos lega la imagen del presagio en cierta luna menguante (señal de caída, de ocaso imperial). Ciertamente una de las objeciones más directas a este razonamiento sea la muñida creencia de que las resistencias no adolecen de otro destino que la derrota, pues de estar en condiciones de acechar un golpe mortal, seria ataque. A esto cabe responder que cuántas resistencias han tomado el incomodo disfraz del ataque y cuantas también han trocado este derecho legitimo a poner coto al avallasamiento de la vida por los despropósitos que iniciaron el impulso de toda resistencia.
La generación de hace tres décadas fue el presagio de la luna menguante, su signo opuesto. De las cenizas del imperio de Constantino, renació el cristianismo ortodoxo (y poco cristiano)
¿Quien nos niega que a la vuelta de las generaciones esa particular urdimbre de la caída y la perpetuación, sinónima ya del iluminismo no es también la forma de una Argentina que perdimos y recuperamos a un mismo tiempo?
Que las vindicaciones son hipócritas y vacías, se acepta como curso natural de una derrota profundísima tras un golpe artero.


No obstante, la conjetura de un refucilo no anónimo, intelegido por la conciencia no esquematizada por los tiempos pasados y venideros, hiere la conciencia de mi generación, absorta por ahora en si misma y, conciente de la conciencia reticente, inmersa en la oscuridad de las eras.
Somos medias luces compartidas buscándonos mutuamente. Los encuentros en espacios finitos registran el tiempo que insume la cobertura total del territorio.

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