domingo, 12 de diciembre de 2010

Renovando obstáculos

Es un lugar común para el pensamiento voltear el rostro y emitir dictamen. Sobre todo. Lo público y lo privado. El valor de la política. La política y sus emergentes. Sobre todo si no se va nada en ello. El dictamen se concibe sobre la base de la tercera persona en el presente perpetuo de las verdades inconmovibles y libres de cualquier anáfora cuya filiación la convertiría en sospechosa de poesía o representacion caricaturesca del mundo. No obstante el dictamen perdura sea por omisión explicita en la lógica de transposición argumental, sea en la manifestación concreta de sus virtudes conclusivas y jerárquicas. Salvo lo referencial todo pareciera apuntar al dictamen. De manera inevitable.


Entre esas verdades dichas y asimiladas se encuentra el carácter regresivo y alcalino de la década del noventa. Por ello el arsenal se orienta hacia dos o tres parámetros sobreentendidos por la mayoría. La continuidad socioeconómica de la política genocida encabezada por las tres armas, la honda mutilación cultural, grotesca primero y alelada después, cuando solo hacia falta aplicar al terror la dosis de ansiolíticos en alto grado para apacentar la razón mas precaria, la despolitización de las masas a partir de la consumación de una política que cerraba filas con las corporaciones y relegaba el ya poder creciente de los estados nacionales a nivel mundial constituyen aun hoy los parámetros descriptivos apropiados en la referencia de mas de treinta años de degradación social. Pero esta línea peca de generalidad y de una ineludible economía analítica. La enumeración de los parámetros y ejes solo apuntan a un todo que en virtud de una cierta lenta agilidad, de un recorrido gradual, adquirió un carácter omnipresente y como bien dice Todorov lo omnipresente pasa desapercibido. Más que nada porque es lastimoso aceptar la parte intransferible e inalienable que nos corresponde, por accidente, por el infortunio de haber trashumado esos años.


Concuerdo con Mempo Giardinelli en que mucho de lo observado no radica en un problema de ideología porque ello implicaría poseer una visión del mundo, la precisión de unas conductas específicas orientadas a un fin también específico, la metodología para implementar esas acciones basadas en una observación aguda y exhaustiva de la sociedad y su momento histórico particular. La explicación correcta alude más bien a un problema moral. La degradación fue mucho más ardua y salvo honrosas excepciones también filtró en los sectores que hoy reivindican lo llamado nacional y popular. A sus militantes.


La militancia activa de los años noventa que recala en los acontecimientos trágicos en Plaza de Mayo en diciembre de 2001 y contempla con impotencia la represión en el Puente Pueyrredón de Avellaneda no carece de los signos impúdicos de ese retroceso. Sobre todo porque y la muerte de Néstor Kirchner lo dejó en evidencia- los militantes jóvenes de aquellos años no llegaron a la actividad política como los de hoy afincados en una retórica contra las corporaciones pero además en una realidad concreta en donde la contienda simbólica ha clareado el valor de la subjetividad incorporando una lógica olvidada, recuperando lo que era en si y por si propio del pueblo. Porque la estrategia conservadora abrió la herida allí donde mas duele, apropiándose de la querencia y ante la repugnancia visceral de compartir junto a los verdugos enmascarados las mismas referencias, el militante de base naufragó en construcciones anecdóticas, sin posibilidad real de operar los cambios necesarios en el ámbito publico con el fin de darle relevancia a sus dichos. Y esa imposibilidad a priori requirió, según se sabe, de voluntades épicas y de una cierta astucia cambiante cuyo valor diese lugar a la duda de los representantes del status quo. Lamentablemente los mas intransigentes, convencido o no, guiados por la vocación o la profesión política, no lograron entender esa dialéctica de la reivindicación popular usurpada y la necesidad imperiosa de rescatarla como símbolo, en lugar de apartarse para construir con improcedencia los propios y sin raigambre real en la memoria colectiva. En lugar de partir al rescate allí donde los gerontes partidarios habían claudicado o donde se afirmaron los falsos pregoneros de la doctrina, muchos marcharon a otras islas y en el agua embravecida resignaron gran parte de su fuerza para llegar a la contemplación de espejos deformes y cuyo reflejo era anacrónico. Unos pocos emprendieron la monumental tarea del revisionismo, de su tembladeral y su peligro.


Hay otra razón más elemental. En una época donde la militancia se construía sobre la base de la burocracia estatal a causa de la tremebunda rendición de los actores políticos a la política ignominiosa de las corporaciones económicas, eclesiástica y mediática con la convergencia tecnológica en ciernes, surge la pregunta obligada respecto de qué clase de militantes jóvenes se encaramaban en el juego político, cuando uno de los aspectos característicos de la juventud militante se sostiene en la confrontación con los poderes tradicionalmente establecidos. Más esclarecedor es preguntarnos cuanto resignaron de su potencial esplendor en ese contexto y cuanto se le debe a la conducción política actual el recuperar simbólica y materialmente esa esperanza como realidad ineluctable. Lo posible se convirtió en lo posible y lo imposible también. No es un dato menor. A veces se lo presenta como un mojón sin la correcta enumeración de sus premisas a priori y sus consecuencias ineludibles. Pero esta inercia no acaba allí. No sucederá como en el amor platónico en el que una vez alcanzado el objeto del anhelo se deja de amar porque ya nada le falta (o en realidad le falta todo) sino que el impulso recíproco y colectivo junto a las autoridades del estado renovarán una y otra vez los obstáculos para no extinguir esa pasión sino retroalimentarla rumbo a consumación y la victoria.

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